
Se podría
decir de Dublineses que es el cuaderno de un escritor en busca de temas. Los titubeos, contradicciones y paradojas con las que jugará después:
sus personajes entran con facilidad en las tabernas, pero les cuesta salir;
ironizan sobre la Iglesia ,
el Papa y los dogmas aunque no cesan de hablar de ellos y hasta cumplen con los
rituales católicos; se burlan de los líderes nacionalistas pero conmemoran sus
efemérides (el aniversario de Parnell, por ejemplo); constatan el
provincianismo de Irlanda y añoran el cosmopolitismo de Londres y París, pero
vuelven a Dublín o no acaban de salir de su país (Una nubecilla). Hay aspectos
que se mencionan de pasada, como parte del decorado u oblicuamente: los
escupitajos en el suelo, las borracheras o el sexo respectivamente. Sus cuentos
están llenos de tabernas y de borrachos. El propio Joyce tuvo una temporada de
inseguridad en que se refugió en la bebida, que no dejaría hasta el final. La música también ocupa un papel destacado en sus historias, normalmente asociada a personas cultas o con aspiraciones. Es famosa su relación con
Nora, su esposa, entre celos desatados y cartas casi pornográficas (Los muertos). Joyce señaló que los relatos de Dublineses eran parte de un capítulo de la historia moral de su país. Ezra Pound, reseñándolos, diría que Joyce con estos relatos, hablando de personajes populares, de la pequeña burguesía dublinesa, “contribuye a la dignificación artística de la vida mediocre” de la clase media.
Si en una
primera lectura pudiera parecer que estos cuentos se deben a un realismo o
naturalismo, y hasta costumbrismo, tardíos, en la línea de Flaubert o de
Galdós, una lectura más atenta nos muestra que no hay nada de eso, sino al
contrario una furiosa voluntad de estilo que quiere desterrar cualquier
sentimentalismo, y por supuesto costumbrismo, y que su voluntad busca una
obsesiva objetividad. Hay cartas a su hermano donde le pide desde Trieste detalles
nimios para sus cuentos. Y al mismo tiempo, y contradictoriamente, en
apariencia, una economía expresiva que le lleva a suprimir detalles, anécdotas
e ir a lo esencial. Es decir, pretende combinar los detalles necesarios para
objetivar lo que cuenta y al tiempo trascender lo local para hablar de lo universal.
Por tanto estos cuentos no nos hablan de un escritor a rebufo de los realistas
del XIX, sino al contrario que se adelanta a una escritura limpia que huye
tanto de los desarrollos vanos y retóricos como de cualquier tentación
moralizante.
“Él le dijo que había asistido durante algún tiempo a las reuniones del Partido Socialista Irlandés, donde se había sentido como un tipo raro entre una veintena de sobrios obreros en una buhardilla iluminada de un modo ineficiente por un candil. Cuando el partido se dividió en tres facciones, cada una con su propio líder y su propia buhardilla, dejó de asistir a las reuniones. Las discusiones de los obreros, dijo, eran demasiado timoratas, y excesivo su interés por las cuestiones salariales. Pensaba que eran unos realistas de tomo y lomo y que estaban resentidos por una exactitud que era el producto de un ocio lejos de su alcance. Ninguna revolución social, le explicó, estremecería Dublín durante unos cuantos siglos”.
Hay varias traducciones de Dublineses en castellano: la de L. Abelló, con el título de Gente de Dublín, de 1942, en la editorial Tartessos de Barcelona, la de Cabrera Infante, de 1972, en Lumen, y la de Eduardo Chamarro, en 1993, en Cátedra. Para mi gusto esta última es la mejor.
Veamos las
versiones de Cabrera Infante y de Eduardo Chamorro del pasaje más famoso de Los
muertos:
Versión de
Chamorro: "Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso
de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la
última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos".
Cabrera
Infante: "Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve
sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso,
sobre todos los vivos y sobre los muertos".
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