
Por qué
tarda tanto Marías en entrar en materia, ¿quizá porque no tenía claro qué
buscaba cuando empezó a escribir la novela, que hasta las frases iniciales
dando cuenta del apuñalamiento no tienen la fuerza de arranque de sus novelas
logradas? Porque, como le pasa a la narradora cuando, en un bar y a lo lejos, conoce
a la pareja del empresario y a su mujer, cuando envidia su felicidad, y luego
se entera un poco por casualidad del asesinato a navajazos, ve que tiene un par
de personajes y un hecho pero no sabe dónde le llevan, qué hacer con ellos,
cómo interpretarlos. Así parece proceder Marías y por eso el manierismo, la
muleta del estilo, un estilo tan pegadizo que hasta me parece estar imitándolo
mientras escribo, y la torpeza de las primeras 130 páginas, hasta que
entra en juego Díaz-Varela y de golpe se hace la luz en la mente de la
narradora y en la pluma de Javier Marías y en los ojos del lector. Estoy aventurando, pero es el lector
el que imagina y el que reconstruye de nuevo la historia y le da el sentido
definitivo, uno distinto cada vez que alguien abre el libro, lo lee y luego lo
cierra. Pero es el caso que en esa larga conversación de más de 200 páginas
está el Marías que recuerdo, el de su plenitud, el que me ha maravillado cada
vez que lo he leído, capaz de construir frases redondas, donde nada parece
sobrar, aunque se tenga la impresión de repetición, pero lo que se repite es la
cantinela, el ritmo que imprime al contar, que te va atrapando, haciéndote
creer en su historia, en la verdad a la que parecen llegar sus personajes, en
la duda que les embarga, en su insinceridad.
En ese
primer tercio del libro, cuando Marías no me convence y me defrauda, a pesar de
cosas sueltas divertidas, como ese relato del escritor plasta que pide a la
editorial un gramo de cocaína por necesidad de la novela que está escribiendo
(más tarde aparecerá otra historia intercalada, la del Profesor Rico atracado
en un cajero), tengo tiempo para pensar mientras discurren sus frases
manieristas, para pensar en sus generalizaciones sobre el alma humana o sobre
su psique, no me creo lo que me cuenta, no me valen sus clasificaciones o
topografías o descripciones del ánimo como si todos respondiésemos de manera
semejante en circunstancia parecidas, como si hubiese conductas comunes, el
enamoramiento, el asesinato y no naturalezas particulares como, por ejemplo,
las que describe Patricia Highsmith en sus novelas, pero cuando Marías encuentra
tema y el tono y ritmo de su desarrollo y enfrenta a dos psicologías, la de la
narradora benignamente enamorada y la del urdidor a su vez enamorado, aunque no
benignamente, no tengo tiempo para pensar y para enfrentarme a su concepción de
la humanidad porque ya no generaliza sobre ella sino que expone el mundo
interior de sólo dos personas y lo cuenta de tal manera que ya sólo soy oídos y
ojos atrapado por un estilo que, ahora sí, cumple plenamente son su función. Es
cuando Marías me lleva, y yo me dejo, al dominio del arte, el habla y yo me
callo. Aunque no por ello, ahora, deje de criticar sus asimetrías, las fallas
en la arquitectura de su obra.
El estilo shakesperiano de Marías:
“Así te mueras hoy y tu mujer te haya olvidado mañana”.
“Cuéntennos atrocidades distintas pues las de ayer ya las
hemos gastado”.
“Calla, calla, apaga esa voz, todavía no quiero oírte, aún
me faltan las fuerzas, no estoy lista”.
“No hará falta una infección para mi muerte, me matan más
rápido la punta y el filo que hurgan y se retuercen en el interior de mi cuerpo”
“Alguien está ahora vivo y después está muerto, y en medio
nada”.
““Todavía está a tiempo de morir mañana, que será el ayer de
pasado mañana, si para entonces yo sigo vivo”.
“Un día más, un día más, y otro día ya no”.
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