lunes, 18 de noviembre de 2013

Kundera: La inmortalidad


"No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible".
 Albert Camus en el 'El mito de Sísifo'. 


            La esencia de la novela, para Kundera, consiste en lo que no se puede contar más que como novela. Expresado de ese modo podría valer para cualquiera de las artes: ¿cuántos ensayos se han empeñado o despeñado intentando desvelar lo que quiere expresar Las Meninas? Una fotografía de época no se agota en la descripción de lo que a simple vista se ve. ¿Cómo traducir la experiencia de leer Las soledades o la de contemplar El pensador? Sin embargo, estamos acostumbrados a ver adaptaciones de novelas en el cine y a veces pensamos y decimos que la película mejora con mucho el original novelado. Cabría preguntarse qué novelas se pueden adaptar y cuáles no. En todo caso, Kundera escribe de modo que sus novelas sean únicas, irrepetibles e intraducibles a otro idioma artístico. Seguro que habrá quien piense ahora en La insoportable levedad del ser y su malhadada adaptación cinematográfica. Pero ahora quiero referirme a La inmortalidad.

                Con la conciencia de estar haciendo algo único, Kundera aparece como tal, como escritor que está escribiendo La inmortalidad, en su novela. Desde el principio aparece afirmando que en ese momento está creando a su personaje, Agnes, a quien guía a lo largo de las páginas, a ella y a los otros personajes, a su marido Paul, a su hermana Laura, a su hija Brigitte. Anticipa lo que les va a suceder más adelante, provoca y anuncia encuentros casuales, improbables, utilizando las técnicas de la novela, sorprendiendo al lector, incluso allí donde cabía esperar lo que sucede. Crea un personaje, el doctor Avenarius, un amigo personal del escritor Kundera, con quien habla de la construcción de la novela, de lo que les sucede a los demás personajes, con quien discute de política y de la ilusión del poder, y a quien mueve para que interfiera en la vida de los demás personajes.

                La inmortalidad es una novela, utiliza con maestría sus técnicas, pero también es un ensayo para hablar de muchos temas que a Kundera le interesan, y también al lector: la inmortalidad, por supuesto, pero también las ideologías superadas hoy por la imagología o la imposición de los publicitarios, del amor y del sexo, de mujeres y hombres, de padres e hijos y hermanos, de la libertad dentro de las relaciones de pareja, de la identidad. Pero un ensayo trabado por la dramatización y las metáforas, no hay largos desarrollos para argumentar y convencer sino diálogos cuyas palabras se despegan de un mordisco de pavo o de un sorbo de un burdeos, gestos significativos que repiten en la novela lo que alguna vez se dio en la historia, escenas que como un eco remiten a escenarios que todo el mundo conoce o vagamente le suenan. Como, por ejemplo, la historia de Bettina Brentano y Goethe, de la que Kundera escribe largamente, que le sirve de plantilla para organizar la suya, o la de Goethe y Beethoven, para tomar en ellas aquello que ejemplifican, lo que vivieron por encima o por debajo de su obra y que a Kundera le interesa para dar grosor a sus personajes inventados y para provocar en el lector el pálpito del reconocimiento.

             Si algún sentido tiene hoy la novela es el que siempre ha tenido, como campo de batalla de la representación social. Si ha dejado de interesarnos, y hasta hay quien manifiesta que la novela ha muerto, es porque ha dejado de ser un lugar de innovación y experimentación. Kundera no se resigna. En una de sus partes se inventa un personaje, Rubens, que renunció a las bellas artes a cambio de conocer el mundo a través de las mujeres. Sólo aparece en esa parte, de un total de siete. Le sirve para hablar de las etapas del amor a través de su relación con las mujeres. A Kundera le gustan las clasificaciones, el libro está lleno de ellas. Así clasifica las etapas amorosas: La etapa de la mudez atlética, la etapa de las metáforas, la etapa de la verdad obscena, la etapa del telegrama, la etapa mística, y la última, en la que ya nada sucede. El matrimonio de Rubens fracasa antes de empezar, como su carrera artística, a cambio conoce a muchas mujeres y elabora una teoría: el amor y el sexo funcionan cuando sólo se conoce lo justo de una mujer; ahondar en el conocimiento lleva al fracaso. A primera vista La inmortalidad parece una novela de ideas, lo es, pero Kundera reserva muchas sorpresas al lector: al final de ese capítulo, Rubens recibe la información de que la amante que mayor recuerdo ha dejado en él, a la que siempre ha conocido como «la que toca el laúd», ha muerto. El lector se entera, entonces, de quién es, Agnes, de quien lo sabe casi todo, al contrario que Rubens, que la recuerda por una mirada y un gesto.

             Este capítulo, anunciado en el anterior por Kundera al profesor Avenarius como La insoportable levedad del ser -Kundera confiesa que con la novela se equivocó de título-, aunque luego lo presente como El cuadrante, es una extensión de Tomás, en el personaje de Rubens. También nos había anunciado que la historia de Rubens era la historia erótica más triste que jamás haya escrito. En realidad, los temas de La inmortalidad continúan o desarrollan los allí iniciados y los que aparecen como nuevos son los que en La insoportable levedad del ser no pudieron iniciarse. Son dos novelas estrechamente ligadas.

            En el último capítulo, mientras Kundera departe con el profesor Avenarius, al borde de una piscina, con paredes revestidas de espejos, llegan algunos de los personajes de la novela: Paul y Laura, hablan con ellos, con el propio Kundera y con Avenarius, y brindan con vino. Todos miran y se ven reflejados en las paredes espejo, para dar fe de una de las ideas fuerza de la novela: no tenemos una identidad escondida, íntima, somos sólo lo que creemos ver reflejado en los otros, al menos en este nuestro mundo donde las ideologías han dado paso a la imagología.

           A qué responde, entonces, La inmortalidad del título. Esto es lo que dice Laura, uno de los personajes: “Estos dos últimos años fui feliz de verdad porque sabía que Bernard pensaba en mí, que ocupaba su cabeza, que vivía en él. Porque ésa es la única vida real para mí: vivir en el pensamiento de otro. Si no, estoy muerta en vida”.

            La inmortalidad no se podría llevar al cine, a riesgo de simplificarla brutalmente.

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