jueves, 7 de noviembre de 2013

El coronel Chabert, de Balzac


            Hasta que la novela de Javier Marías, Los enamoramientos, no alcanza cuerpo, hasta que no encuentra tema definitivo, cuando pone a hablar a la narradora, Luisa, y a su enamorado, y quizá también asesino, López-Varela, u homicida o sólo simple ejecutor de los deseos de otro que se ve obligado a atender y cumplir, y en el toma y daca de la conversación cuando ella trata de decidir cuál de aquello es lo más cierto y él de dar una explicación convincente de la muerte de su amigo empresario, Miguel Desvern, el marido de Luisa, de la que él está enamorado, ya sea contando con exactitud lo que pasó o bien urdiendo una trama de palabras que la convenzan y la aquieten y lo deje tranquilo, de modo que no piense ya más en él, ni como amante, ni como inspirador de un delito, Marías, antes de llegar a ese meollo, prueba con otras posibilidades y temas, si, si es cierta mi tesis, no tiene claro desde el principio en qué ha de consistir la novela que ha empezado a escribir. Uno de esos temas es el peso de los muertos sobre la vida de los vivos, su posible vuelta, el recuerdo opresor del empresario apuñalado y muerto sobre su amante esposa, Luisa, la imposibilidad por parte de López-Varela de acceder a ella mientras aquello dure.

            Marías alude entonces durante muchas páginas al coronel Chabert, aquel coronel napoleónico que, tras haber roto la formación de las tropas rusas en la batalla de Eylau, de la que se dice fue la batalla desarrollada en el frío más intenso de la historia, y contribuir con ello a la victoria de Murat, a cuando en los últimos lances de la batalla, el coronel fue derribado de su caballo víctima de un sablazo que le levantó la tapa del cráneo, del occipucio a la ceja, y tras caer bajo su caballo igualmente reventado por un disparo y que dos regimientos rusos le pasasen por encima, fue declarado muerto por dos cirujanos enviados por el emperador y enterrado en una fosa común cerca del campo de batalla bajo los cuerpos desnudos de sus camaradas muertos, pero que, sin embargo, recobró la conciencia y con esfuerzo y suerte pudo emerger de la tumba por encima del suelo nevado para que le atendiese una mujer en su casa antes de ser trasladado a un hospital e increíblemente devuelto a la vida, gracias a la costra de sangre suya y del caballo sobre su cerebro destapado que le habría salvado.

            “Hacen mal los muertos en volver”, exclama el coronel delante de su mujer, Rosina, cuando después de mucho bregar ante abogados y procuradores para reclamar sus derechos y ser tomado por un farsante o loco y encontrar por fin a Derville, un procurador que le escucha con atención y le aconseja llegar a un acuerdo con su mujer porque un litigio además de muy costoso podría durar mucho tiempo, se presenta ante ella para exigirle ser reconocido, que se le devuelva el nombre y la dignidad y también, si no todo, sí parte del patrimonio que le pertenece, y entonces, Rosina le suplica, entre zalamera y comprensiva, enredando al coronel, que reconozca a su vez en ella a una mujer de nuevo casada con un hombre, bien situado en la corte de la Francia de la Restauración, al que quiere, con quien tiene dos hijos y una posición que perdería si se supiese que su primer marido no está muerto como todo el mundo supone sino de vuelta en París.

            Esta historia que trae Marías a su reciente novela, que fue un hecho real muy comentado, la cuenta Balzac en otra novela, El coronel Chabert. Lo que cuento es el meollo, pero no todo lo que sucede para que quien lea esto se anime y vaya a Balzac, y si es posible a la edición que el propio Marías hizo en su editorial Reino de Redonda. Es una novela de no muchas páginas pero de tanta fuerza que se lee de un tirón a pesar del tiempo que nos separa de su escritura.


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