En general
sus relatos son algo más que cuentos, entre treinta y cincuenta páginas, sin
llegar a la extensión de una novela, pero su intensidad es tal que funcionan
como novelas. Cada vez que comienza una lectura hay que prestar atención,
detenerse, situarse, no se pueden leer de corrido como ocurre con la mayoría de
cuentistas. Los personajes están tan trabajados, y las situaciones, que cada
párrafo o cada pequeño apartado suele valer por un capítulo. Cada uno de ellos
es un mundo que hay que explorar. A veces se detiene en el paisaje, a veces en
el interior de una casa, en los muebles, en su arquitectura, en el interior de
los cajones, en la indumentaria, en los ingredientes de la comida. A veces con
dos frases describe a un personaje, a veces, la mayoría, penetra en su mente y
habla desde ella, casi siempre es un personaje, aunque de forma indirecta, el que cuenta la historia, un personaje que no tiene una única
percepción de la historia. Ese personaje cambia con el tiempo. En Queenie, por ejemplo, la mayor parte de la
historia nos la cuenta una joven adolescente, Chrissy, pero al final la misma Chrissy la remata
cuando ya es una mujer mayor después de que lleve muchos años de casada y de
que sus hijos hayan crecido. El tono es muy diferente en ambos casos. En otros
casos, como en Odio, amistad, noviazgo, matrimonio, el primer relato de este libro, cada personaje
cuenta su versión, cada uno con su punto de vista.
Aunque en
general son las mujeres las que llevan el relato, cuando se lo entrega a los
hombres, como en Ver las orejas al lobo, es
para que el personaje central femenino aparezca con otra luz y porque,
en este caso la protagonista no puede narrar lo que sucede porque está
perdiendo la memoria. Los hombres son fáciles de definir, de clasificar, son
personajes cerrados, no así las mujeres, tan llenas de dudas, con un mundo interior
tan cambiante y maleable.
Es cada uno
de sus relatos suele haber un nudo que hay que romper, un problema explícito o
algo que los propios personajes no saben cómo abordar o definir o simplemente desconocen
su naturaleza. Es algo que tarda en aparecer y que cuando lo hace aparece de
forma inopinada, pilla por sorpresa al lector o a la narradora o a ambos.
Al lector no iniciado en Alice Munro ese asunto no salta a la vista de
inmediato porque a los largos relatos no les falta enjundia, describen
familias, ambientes, relaciones que son problemáticas de por sí, que se ven en
la vida diaria, pero Alice Munro siempre va un paso por delante, a veces hace
que el lector le acompañe, y entre los dos traman trampas en los que los
personajes se enredan. El asunto principal de los relatos, el que tarda en
aparecer o no acaba de presentarse con claridad, el que se oculta tras un
meandro de la conciencia, es un asunto mayor que afecta a la esencia de la
vida, a lo que de veras es importante. A menudo, entonces, hay que volver
atrás, buscar indicios, releer para completar el sentido o deshacer lo que
habíamos supuesto. A simple vista la lectura parece ligera, sin esfuerzo, pero
es una impresión engañosa, Alice Munro es muy exigente.
Una de los
rasgos de estilo de Alice Munro son las parejas de sustantivos, participios, adjetivos
con que señala un gesto, un hecho, un rasgo de carácter, una actitud como si
cada cosa pudiese verse desde distintas perspectivas. Ejemplos: Un entusiasmo mórbido,
jactancioso; Maridos jóvenes: patizambos y sumisos, decididos y censuradores;
Le invadió una súbita, misteriosa sensación de poder y regocijo; Una de esas
miradas de reconocimiento y ánimo”.
Hace unos
días, en una entrevista, leí cómo un escritor español se referiría con desdén a
Alice Munro y su premio Nóbel, mencionando, por oposición, a grandes nombres.
Quizá no la ha leído o simplemente no sabe qué es eso de la literatura. Pues
eso, la alta literatura es gimnasia para el cerebro.
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