Nunca pensé
que el concierto para piano nº 20 de Mozart iba a aburrirme tanto. ¿Qué sería?, ¿la repetición, tan enemiga de las emociones?, ¿la falta de sorpresa?, ¿quizá
Lugansky, tan técnico, tan frío?, la tercera vez que lo veo sin que me haga
cosquillas, sin que me pique, sin que me arañe, ¿quizá la falta de estímulos externos: la monotonía
formal de los conciertos, la misma gente, el mismo decorado, los mismos abrigos
y peinados, la mortecina seriedad castellana? Si no hay conmoción no hay arte,
sólo simulacro, envoltorio, rutina. Tampoco el programa del día ha ayudado
mucho, ese ruidoso Britannia del aperitivo, del escocés James
McMillan, bueno para los parques con niños jugando y gritando, con mamás con el
oído partido entre el quiosco de música y los toboganes. Qué decir de esta caja
de madera de Moneo con la sonoridad tan perfecta, que tan bien trasmite el plástico
de los caramelos, las toses, los comentarios, estos auditorios, estos músicos
de oposición tan relamidos, funcionarios, este público tan formal, tan atento. ¿Dónde
está la música? Algo me dice que sin imperfección no hay arte y para desgracia
de quienes desesperadamente buscamos una pizca de arte nuestra época lo confunde con la perfección.
P.S He
decir para no faltar a la verdad, que el joven Andrew Gourlay consiguió servir
una apreciable Patética de Chaikovski, que en algún momento llegó a
emocionarme.
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