Si al día
siguiente de su independencia, La Unión Europea admitiese en su seno a la nación
catalana estaría implantando el germen de su autodestrucción. La CEE y luego la UE se han construido sobre la base racional de
los estados, desdeñando la emocionalidad de las naciones que durante tres
cuartos de siglo llevó a Europa al desastre, desde 1870 a 1945, y no hace mucho a la guerra en una región de sus regiones. Creo que
los dirigentes europeos están emitiendo señales al respecto desde hace un
tiempo, aunque haya quien no las quiera ver. Hay que recordárselo cada día.
Estamos
perdidos si aceptamos la discusión donde los nacionalistas quieren llevarnos, como acepta este buen hombre, que si los altos o los gordos o los que tienen una
peca en el centro de la frente son un grupo especial, un grupo que merece
distinción y privilegios y amistad. Los sentimientos. La etnia. Y estamos
perdidos no porque vayamos a perder la batalla con los nacionalistas, que no la
vamos a perder a estas alturas, aceptando su código retórico, sino porque
perderíamos la batalla de la democracia, tout court, donde todos
partimos con los mismos derechos y deberes.
Cataluña es
una sociedad plural como lo es el resto de España. Donde hay gente nacionalista
y gente que no, individuos que tienen pecas en la frente y gente que no. No se
puede atender intereses y necesidades de una parte de la población, la que
proclama sus particularidades, y de otra parte no. Pero siempre hay gente
dispuesta a atender el discurso de la víctima o de quien discursea como tal. Y
siempre los hay dispuestos a situarse en medio de alemanes y checos, en 1938,
por la cuestión de los Sudetes, como si ambas posiciones fuesen equivalentes.
Incluso los hay que escuchan el discurso de una de las partes, la más animosa,
la más lista presentando su posición, la más desacomplejada, aquellos que frente
a su irrenunciable ideal moderno achacan al rival la condición de perverso:
fascista, franquista, españolista, dispuesto a comprenderles y justificarles, sin
ver en esa acrítica escucha la distorsión. Por ejemplo, cuando se quejan de las
opiniones radicales que se emiten en algunos programas de radio o televisión,
como si fuesen representativas del conjunto de españoles o, simplemente, sin
comparación alguna con las que se emiten en el otro campo.
No se trata
de que no puedan defender la independencia, lo llevan haciendo muchos años,
sino de que nos la impongan a la mayoría, en España y en Cataluña, de que se
les conceda un plus por encima de la convención por el que sus deseos y
argumentos gocen de superioridad, de un halo que les salve del escrutinio y la
critica. Su bandera –la estelada o estrellada- no es moralmente superior aunque
la exhiban en balconadas y manifestaciones masivas a la rojigualda –objeto de
mofa o quemada-, al contrario, ésta es símbolo constitucional de libertades y
derechos y de la ley y aquella es inventada. ¿La multitud que se exhibe cada
domingo en el Camp Nou o en el Bernabéu ha de gozar, por el hecho de ser
multitud, de unos privilegios que no se han de conceder a quienes se quedan en
su casa porque no son futboleros? ¿Por qué hay tantos dispuestos a concederles a los nacionalistas respetabilidad en la
conversación racional cuando ellos insultan a quienes les contraponen
argumentos bien o mal fundados o a quienes defienden posiciones distintas a las
suyas?
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