jueves, 17 de octubre de 2013

Desayuno en Tiffany’s


            Releo a Truman Capote, Desayuno en Tiffany’s, y lo hago justo después de leer a Alice Munro, es inevitable la comparación. Lo primero que se me ocurre es que Capote lo hacía para sí, escribía pensando en sí mismo, en el efecto que provocaría su chispeante estilo, sus fuegos de artificio, su brillantez, sus, a veces, maliciosas frases. Alice Munro en cambio, pienso, escribe para dar cuerpo a su historia, que cada frase añada sentido a lo que está contando. Capote siempre está presente detrás de su escritura, no sólo porque piense que es el más brillante de la clase, también porque no puede dejar de exhibir sus prejuicios, sus preocupaciones, sus deseos. En cambio, de Alice Munro sólo sabemos porque su nombre está en la portada de sus libros. Me imagino a Capote tomando nota en una libreta de las frases que se le acaban de ocurrir, paseando, tomando un cóctel o en medio de una cena. Y a Munro, mientras escribe, concentrada, desechando frases o palabras hasta dar con la expresión más acertada. Son dos formas de concebir la literatura, las dos son válidas, pensemos, por ejemplo, en Umbral y en Javier Marías, aunque yo me encuentro más a gusto con una de ellas.

            Holly Golightly es la Mme. Bovary de la época del pop y Truman Capote el Andy Warhol de la escritura. Y como la Bovary también ella, Holly, de “Tanto leer sueños” en las revistas ilustradas, huyó de Tulip, Texas, de su marido, que como Charles Bovary también era un viudo mucho mayor que ella, con el que se había casado a los catorce años, de sus hijos adoptivos y de su hermano para ver “a los buques que salían hacia alta mar deslizarse por entre acantilados de incendiados rascacielos”. Charles Bovary es médico, Doc, veterinario. Como la Bovary, tiene amantes, hasta once, concede, y coquetea varias veces con un matrimonio que le proporcione un acceso fácil a la tienda de Tiffany’s. Sin embargo, el final no puede ser trágico como en la novela de Flaubert porque los tiempos han cambiado, aunque no tanto como para que no tenga que abandonar el mundo en el que ha podido utilizar sus habilidades. El final es cómico pero atravesado por un rayo moral: Holly, yendo hacia el aeropuerto, también abandona al gato, trasunto de la propia Holly, “un rojizo macho atigrado”, que la ha acompañado en la gran ciudad, aunque al instante se arrepiente y vuelve a por él al Harlem Latino, pero como no lo encuentra hace prometer a su amigo el escritor que lo busque sin desmayo. Un final teatral. 

            La historia en sí, utilizando palabras del propio Capote, se antoja “implausible”, como en el pop art, la escritura de Capote, el dibujo de sus personajes está trazado en dos dimensiones, alto y ancho, en papel satinado, a 25 imágenes por segundo, una escritura pirotécnica que provoca el chisporroteo del efecto inmediato, descripciones vistosas, personajes cuadrados con un par de frases. Así uno de ellos:

            “En 1908 había perdido a sus progenitores; su padre, víctima de un anarquista, y su madre a consecuencia de la conmoción, y esta doble desgracia convirtió a Rusty en huérfano, en millonario y en personaje popular, y todo eso a los cinco años de edad. Desde entonces había sido un socorrido recurso para los suplementos dominicales, y esta circunstancia alcanzó su huracanada culminación el día en que, siendo todavía un colegial, consiguió que su padrino y tutor fuese detenido, acusado de sodomía. Posteriormente, las bodas y los divorcios le permitieron conservar su lugar bajo el sol de los tabloides. Su primera esposa se largó, con pensión incluida, a vivir con un rival de Father Divine”.

            En realidad, el libro habla del propio Capote, de sus ansias y deseos, de su voluntad de triunfar sin fatigas. Hay muchos personajes que tienen algo del propio Capote, desde Rusty Trawler, el millonario gay que quiere casarse con Holly, hasta el narrador que escribe cuentos sin mucho éxito, y hasta la propia Holly de quien podría decirse lo mismo que Flaubert dijo de Mme Bovary, Holly soy yo.

           
Frases:

“Fuimos sucesivamente zambulléndonos en charcos de sol y de sombra”.
“Para leer esta clase de cartas hay que llevar los labios pintados”.
“A los que no les gusta el baseball, les gustan los caballos, y si no les gusta ninguna de las dos cosas, bueno, seguro que de todos modos me he metido en un lío: tampoco les gustan las chicas”.

“Pero llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada; y entonces todavía resulta peligroso. Sólo quedan bien cuando los llevan mujeres verdaderamente viejas. Maria Ouspenskaya. Arrugas y huesos, canas y diamantes: me muero de ganas de que llegue ese momento. Pero no es eso lo que me vuelve loca de Tiffany's”.

Ambigüedad:
             "A no ser, y la pregunta era evidente, que mi escandalizado enfurecimiento fuese en parte consecuencia de que también yo estaba enamorado de Holly. En parte. Porque sí lo estaba. De la misma manera que años atrás me había enamorado de la vieja cocinera negra de mi madre, y de un cartero que me permitía acompañarle en su ronda, y de toda una familia, los McKendrick".

             "El policía pareció azorarse, por culpa de Madame Spanella y de la situación; pero un austero goce puso en tensión el rostro de su colega, que dejó caer la mano sobre el hombro de Holly y, con una voz sorprendentemente aniñada, dijo:
—Ven, chica. Tú y yo nos vamos de paseo.
A lo cual Holly le contestó, con la mayor frialdad:
—Ya puedes sacarme de encima esas manos de palurda, bollera repugnante, marimacho ridículo".

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