martes, 22 de octubre de 2013

Lejos de ella


            Contaba el hombre su mucho padecimiento, la difícil adaptación, las fases que uno ha de pasar para hacerse con el hecho que de pronto golpea nuestras vidas. Era el sábado pasado, en la montaña riojana, en un breve descanso reparador, antes de reemprender la marcha. Le escuchábamos tres más, era como un monólogo, con alguna leve interrupción, donde rememoraba los estadios, las anécdotas, el progresivo irse de su mujer, que ponía al fuego el plato de cerámica o caminaba por la carretera entre los coches, las duras, desagradables discusiones que él tuvo al inicio con sus hijos que no aceptaban el hecho, a quienes tuvo que echar de casa alguna vez porque conminaban a su madre a recobrar el sentido, a dejar de hacer los disparates. En su voz estaba el sufrimiento y en su rostro, y aunque yo lo había visto y hablado con él en otras ocasiones, no sabía de su historia, no me había puesto a ver en detalle el mapa de su rostro, las huellas que el dolor nos imprime.

            Sarah Polley adapta el ritmo de su peli, Lejos de ella, a la vida ralentizada de sus protagonistas, una pareja de jubilados que encara el final de su vida. La hermosa casa y el hermoso paisaje canadiense que han escogido para pasar sus días crepusculares, de golpe, de la noche a la mañana, se convierte en un decorado inútil, fastidioso, inane. El momento en que cuarenta años de felicidad compartida con sus altibajos se ve alterada por la enfermedad. Ella, Fiona, una espléndida Julie Christie que hace pasar por el espejo de su rostro la atención y el olvido, la inteligencia, la ironía y el progresivo abandono, se ve asaltada por el Alzheimer. Ese momento en que a la hora de brindar con sus amigos olvida la palabra vino.

            La peli describe el borrado progresivo que ocasiona la enfermedad en la mente de quien lo padece, sus fases: lo vemos en pantalla y se nos explica, con lecturas de libros, con citas. Pero es también una historia de amor, la de su marido, Gordon Pinsent, dispuesto a no desprenderse de la persona que le ha completado la vida, que le ha dado sentido. Un amor que quiere trascender el puro acabamiento, la disolución del sentido, el vaciamiento interior que precede a la descomposición del cuerpo.

            La admirable sutileza con que maneja estas cuestiones Alice Munro en su relato, Ver las orejas al lobo (“The Bear Came Over the Mountain”), que va sugiriendo los cambios físicos, pero sobre todo mentales, y morales, sin aludirlos de forma directa, son recogidos por Sarah Polley con el lenguaje más directo del cine, con gran fidelidad al texto de A.M. pero con ligeras variaciones. Aunque se disfruta más, al menos así me ha sucedido, leyendo primero el relato, antes de ver la película. En todo caso, no hay trampas ni efectismos, S.P. no nos está contando un cuento, su relato como el de A.M. es verosímil, reconocemos en él cosas que hemos vivido o nos han contado y que quizá anticipe lo que a cada uno de nosotros haya de sucedernos un día.

            Incluso los personajes secundarios parecen sacados de la vida real, cada uno con su carácter, amable o indispuesto, esos dos tipos de personas que encontramos en la vida, como se dice en la peli, con sus objeciones a lo que hacemos, que nos juzgan implícitamente o de forma directa, como hacen la gerente y la enfermera, con sus pasiones que buscan un resquicio en los altibajos de la vida, para realizarse, como el personaje interpretado por Olimpia Dukakis, ante la postración de su esposo.

            La vida es a ratos feliz y a ratos, hay quien piensa, siguiendo al clásico, que lo mejor hubiese sido no haber nacido, pero siempre nos sobrevuela la mirada moral que enjuicia nuestras acciones, lo que nos humaniza, lo que reviste de dignidad nuestra vida. 

            El hombre de la montaña riojana, que tiene su nombre y que aquí no diré, me reconoció que había visto esta película, cómo no la iba a ver si lo que cuenta él lo estaba viviendo entonces cuando se estrenaba, pero no le pregunté qué le pareció y si era fiel a lo que él había vivido o estaba viviendo, aunque en su silencio adiviné una aquiescencia que era innecesario que fuese corroborada.

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