Contaba el
hombre su mucho padecimiento, la difícil adaptación, las fases que uno ha de
pasar para hacerse con el hecho que de pronto golpea nuestras vidas. Era el
sábado pasado, en la montaña riojana, en un breve descanso reparador, antes de
reemprender la marcha. Le escuchábamos tres más, era como un monólogo, con
alguna leve interrupción, donde rememoraba los estadios, las anécdotas, el
progresivo irse de su mujer, que ponía al fuego el plato de cerámica o caminaba
por la carretera entre los coches, las duras, desagradables discusiones que él
tuvo al inicio con sus hijos que no aceptaban el hecho, a quienes tuvo que
echar de casa alguna vez porque conminaban a su madre a recobrar el sentido, a
dejar de hacer los disparates. En su voz estaba el sufrimiento y en su rostro,
y aunque yo lo había visto y hablado con él en otras ocasiones, no sabía de su
historia, no me había puesto a ver en detalle el mapa de su rostro, las huellas
que el dolor nos imprime.

La peli
describe el borrado progresivo que ocasiona la enfermedad en la mente de quien
lo padece, sus fases: lo vemos en pantalla y se nos explica, con lecturas de
libros, con citas. Pero es también una historia de amor, la de su marido, Gordon
Pinsent, dispuesto a no desprenderse de la persona que le ha completado la
vida, que le ha dado sentido. Un amor que quiere trascender el puro
acabamiento, la disolución del sentido, el vaciamiento interior que precede a
la descomposición del cuerpo.
La
admirable sutileza con que maneja estas cuestiones Alice Munro en su relato, Ver
las orejas al lobo (“The Bear Came Over the Mountain”), que va sugiriendo
los cambios físicos, pero sobre todo mentales, y morales, sin aludirlos de
forma directa, son recogidos por Sarah Polley con el lenguaje más directo del
cine, con gran fidelidad al texto de A.M. pero con ligeras variaciones. Aunque
se disfruta más, al menos así me ha sucedido, leyendo primero el relato, antes
de ver la película. En todo caso, no hay trampas ni efectismos, S.P. no nos
está contando un cuento, su relato como el de A.M. es verosímil, reconocemos en
él cosas que hemos vivido o nos han contado y que quizá anticipe lo que a cada
uno de nosotros haya de sucedernos un día.
Incluso los
personajes secundarios parecen sacados de la vida real, cada uno con su
carácter, amable o indispuesto, esos dos tipos de personas que encontramos en
la vida, como se dice en la peli, con sus objeciones a lo que hacemos, que nos
juzgan implícitamente o de forma directa, como hacen la gerente y la enfermera, con sus
pasiones que buscan un resquicio en los altibajos de la vida, para realizarse,
como el personaje interpretado por Olimpia Dukakis, ante la postración de su
esposo.
La vida es
a ratos feliz y a ratos, hay quien piensa, siguiendo al clásico, que lo mejor
hubiese sido no haber nacido, pero siempre nos sobrevuela la mirada moral que
enjuicia nuestras acciones, lo que nos humaniza, lo que reviste de dignidad
nuestra vida.
El hombre
de la montaña riojana, que tiene su nombre y que aquí no diré, me reconoció que
había visto esta película, cómo no la iba a ver si lo que cuenta él lo estaba
viviendo entonces cuando se estrenaba, pero no le pregunté qué le pareció y si
era fiel a lo que él había vivido o estaba viviendo, aunque en su silencio
adiviné una aquiescencia que era innecesario que fuese corroborada.
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