viernes, 5 de abril de 2013

Tres documentales




            El primero, The Art of Flight, se descarta rápido. Ni siquiera tiene una historia, sólo una serie de tomas o vistas, la mayor parte en helicóptero –no se puede hablar de escenas o secuencias, o quizá sí, pero no se ve la unidad, el criterio-, adolescentes deslizándose con sus skates montaña nevada abajo, ya sea en Alaska, las Rocosas o en los Andes chilenos. Nada más que el afán adolescente por la diversión y el riesgo inconsciente, ni siquiera para impresionar a las chicas. No hay ni una sola chica en todo el documental. Por qué verlo, entonces. Por nada, si uno ha tenido un mal día o está cansado y quiere relajar los ojos y la mente, podría verlo, como ruido de fondo.



            El segundo, Searching for Sugar Man,  describe un breve momento, el fugaz éxito de un cantante rockero de los 70, un tal Rodríguez. Lanzó un par de discos en su EE UU natal sin que nadie reparase en él, pero inopinadamente, en un lejano y peculiar país, por lo del apartheid, sin que allí nadie lo conociera más allá del nombre, alcanzó una popularidad descomunal, a la altura de Elvis, más que los Rolling. Dicen que sus canciones sintonizaban con la necesidad de libertad que el país tenía. Las imágenes y la música documentan ese momento inesperado. Entrevistan a quienes lo lanzaron y luego imitaron en Sudáfrica, a quienes lo buscaron –corría incluso la leyenda de que se había suicidado encima del escenario-, dieron con él y lo llevaron para que diera cinco conciertos. Rodríguez andaba perdido y olvidado, tras su fracaso inicial en su ciudad, Detroit, como peón de la construcción. Acude, pues a Sudáfrica y durante unos días fugaces bebe las mieles del éxito para volver a la vida oscura como la de cualquier Quisque. El documental desborda ingenuidad y primitivismo, propios del espíritu de comienzos de los setenta. Los entrevistados dicen cosas, ensalzan a Rodríguez, pero eso es lo de menos, lo demás es la nostalgia, la melancolía de la pérdida.




            Sólo el tercero está construido con ambición de trascendencia. Ai Weiwei: Never Sorry. Conocido en todo el mundo, quién no ha visto la secuencia de las tres imágenes en que el artista chino deja caer al suelo un jarrón del neolítico o el gran tapiz de pipas extendido en la gran sala de la Tate Modern. Es un documental hagiográfico. Ai Weiwei plantándole cara al régimen totalitario chino, Ai Weiwei con sus performances con intencionalidad política, Ai Weiwei con su cohorte de discípulos y seguidores entregados a la causa, Ai Weiwei twitteando consignas, lemas, convocatorias, frases proclamando la libertad. Quién no va a admirar su labor, sus breves periodos de cárcel, sus incomodidades, su agitación. Sin embargo, el arte es otra cosa, ¿aquello que es radicalmente diferente de lo que sale en los medios de comunicación?, como decíamos. El arte va más allá de la agitación, es trascendente, remueve mucho más que el activismo político. No tengo la experiencia directa de la obra de Ai Weiwei pero creo que eso es lo que le falta a Ai Weiwei para ser un artista decisivo.

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