miércoles, 3 de abril de 2013

Saliendo de la estación de Atocha


                
                Un libro es a veces una experiencia que hay que prolongar. Leer a poquitos, entrar en el libro y dejarse llevar por su mundo, si realmente lo tiene: un lenguaje propio, una aventura intelectual, un modo de enfrentarse al mundo. Leerla de un tirón, en ese caso, es como desperdiciarla, permanecer unas horas en ese oasis es intenso, pero he preferido hacerla durar, que se prolongara más allá de la lectura. Ha sido el caso de Saliendo de la estación de Atocha.

                Un joven americano llega a Madrid con una beca de investigación.  La experiencia, regada con abundantes pastillas blancas y amarillas, por prescripción médica algunas, otras no, mucha hierba y abundante alcohol, que le lleva a ver la ciudad a través de una especie de ojo de buey deformador, le sirve para dar el paso a la edad adulta, se supone, pero también para encontrar una forma de decir las cosas. Porque esta novela que comento, Saliendo de la estación de Atocha, cuenta la mirada del joven americano Adam Gordon sobre Madrid, y España en general -una excursión a Toledo, donde de la ciudad sólo queda el nombre, un viaje a Granada sin ver la Alhambra, otro a Barcelona donde los barceloneses no salen muy bien parados-, pero también sobre el proceso de escribir. La investigación del joven, financiada por una generosa beca, ha de plasmarse en poemas. La propia novela es el resultado de esa experiencia.

                El Madrid que muestra es un Madrid muy particular, que quiere ser moderno, pero al menos con una temporada de retraso con respecto a Nueva York. Por él pululan jóvenes evanescentes que sólo parecen convertirse en actores cuando lo del 11-M. Hasta ese momento son sombras y espejos deformados en la mente de Adam, el protagonista. Chicas a las que quiere impresionar, chicos a los que ve como rivales o sombras que pasan. La vida se desarrolla con la dulce inconstancia del paseante más o menos solitario, que trata de dar forma a las imágenes que sobrevuelan su mente.

                Porque la tirada de la prosa quiere ser un reflejo de una mente que no acaba de fijarse, alterada por los consumos y también por algún tipo de desarreglo mental en trance de corrección. También contribuyen la alternancia de inglés y español, vivir en un medio del que no se han asumido aun las convenciones, el hecho de experimentar la estancia en Madrid como un regalo, un año del que no hay que dar demasiadas cuentas. El autor  acude a la poesía de John Ashbery para  explicar su método, que en los momentos álgidos se transforma en una yuxtaposición de frases por las que resbalan temas diferentes no necesariamente encadenados.

                El resultado es muy atractivo: la mente fluye sobre las páginas ágil y libre, a ratos febril, sin que pesen las cadenas del tiempo o las obligaciones y hábitos de quien tiene la vida reglada. Es, en fin, una novela de aprendizaje de un joven de comienzos del siglo XXI.

               Es especialmente atractivo el capítulo dedicado al 11-M, la visión de un extranjero que no acaba de situarse en una ciudad convulsionada donde un hecho terrorífico se ha convertido en lucha por el poder político. La novela ha recibido unos cuantos y prestigiosos premios.

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