Un libro es
a veces una experiencia que hay que prolongar. Leer a poquitos, entrar en el
libro y dejarse llevar por su mundo, si realmente lo tiene: un lenguaje propio,
una aventura intelectual, un modo de enfrentarse al mundo. Leerla de un tirón, en
ese caso, es como desperdiciarla, permanecer unas horas en ese oasis es
intenso, pero he preferido hacerla durar, que se prolongara más allá de la lectura. Ha sido el caso de Saliendo de la estación de Atocha.
Un joven americano llega a Madrid con una beca de
investigación. La experiencia, regada
con abundantes pastillas blancas y amarillas, por prescripción médica algunas, otras no, mucha
hierba y abundante alcohol, que le lleva a ver la ciudad a través de una especie de ojo de buey deformador, le
sirve para dar el paso a la edad adulta, se supone, pero también para encontrar
una forma de decir las cosas. Porque esta novela que comento, Saliendo de la
estación de Atocha, cuenta la mirada del
joven americano Adam Gordon sobre Madrid, y España en general -una excursión a Toledo, donde de la ciudad sólo queda el nombre, un viaje a Granada sin ver la Alhambra, otro a Barcelona donde los barceloneses no salen muy bien parados-, pero también sobre el proceso de
escribir. La investigación del joven, financiada por una generosa beca, ha de plasmarse en poemas. La propia
novela es el resultado de esa
experiencia.
El
Madrid que muestra es un Madrid muy particular, que quiere ser moderno, pero al menos con
una temporada de retraso con respecto a Nueva York. Por él pululan jóvenes evanescentes que sólo parecen convertirse en actores cuando lo del 11-M. Hasta ese momento son sombras y
espejos deformados en la mente de Adam, el protagonista. Chicas a las que
quiere impresionar, chicos a los que ve como rivales o sombras que pasan. La vida se desarrolla con
la dulce inconstancia del paseante más o menos solitario, que trata de dar
forma a las imágenes que sobrevuelan su mente.
Porque
la tirada de la prosa quiere ser un reflejo de una mente que no acaba de
fijarse, alterada por los consumos y también por algún tipo de desarreglo
mental en trance de corrección. También contribuyen la alternancia de inglés y
español, vivir en un medio del que no se han asumido aun las convenciones, el
hecho de experimentar la estancia en Madrid como un regalo, un año del que no hay que dar
demasiadas cuentas. El autor acude a la
poesía de John Ashbery para explicar su
método, que en los momentos álgidos se transforma en una yuxtaposición de frases por las que
resbalan temas diferentes no necesariamente encadenados.
El
resultado es muy atractivo: la mente fluye sobre las páginas ágil y libre, a ratos febril, sin que pesen las cadenas del tiempo o las obligaciones y hábitos de quien tiene la vida reglada. Es, en fin, una novela de aprendizaje de un joven de comienzos del siglo XXI.
Es especialmente atractivo el capítulo dedicado al 11-M, la visión de un extranjero que no acaba de situarse en una ciudad convulsionada donde un hecho terrorífico se ha convertido en lucha por el poder político. La novela ha recibido unos cuantos y prestigiosos premios.
Es especialmente atractivo el capítulo dedicado al 11-M, la visión de un extranjero que no acaba de situarse en una ciudad convulsionada donde un hecho terrorífico se ha convertido en lucha por el poder político. La novela ha recibido unos cuantos y prestigiosos premios.
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