¿Quién no se acuerda de la banda Baader-Meinhof? Era un grupo de terroristas alemanes. Secuestraron y asesinaron en los años setenta. La policía los atrapó. Ulrike murió en prisión, en mayo de 1976. La policía dijo que se había ahorcado. Año y medio después murieron Andreas Baader y Gudrun Eislen y otro terrorista, de cuyo nombre no me acuerdo, con sendos tiros en la cabeza. Dijeron también que se habían suicidado. Años después un pintor Gerhard Richter pintó una serie de cuadros en blanco y negro sobre esos suicidios o asesinatos de parte del Estado basados en fotografías. Se expusieron en galerías y museos.
Una mujer está en la galería donde se exponen los cuadros mirando el busto y la cabeza de perfil de Ulrika tendida en el suelo, la marca de la soga en el cuello –¿es la marca o es la propia soga lo que ve? Alguien, detrás de ella le pregunta: “¿Por qué crees que lo hizo así?”. “Estoy tratando de figurarme qué les pasó”, responde. “Se suicidaron o el Estado los mató”. La mujer sigue mirando el resto de los cuadros. Es el tercer día que acude al museo para entender. Reconoce que el primer día apenas veía, pero que era ahora, en el tercer día, cuando empezaba a mirar. Por ejemplo, ese cuadro con una multitud que lleva los ataúdes en andas. Le costó reconocer los ataúdes en las tres manchas blanquecinas, pero más aún el árbol seco de detrás, la rama transversal, su forma en cruz. La cruz le hizo percibir acertada o equivocadamente “que había un elemento de perdón en el cuadro, que los dos hombres y la mujer, terroristas, y Ulrike antes que ellos, terrorista, no estaban excluidos del perdón”. El hombre seguía preguntándole cosas, por ejemplo, con insistencia, si enseñaba arte, y ella respondía a algunas pero no lo que ella sentía viendo los cuadros.
En la siguiente escena están en una cafetería, sentados en unos taburetes, ante una cristalera que da a la Séptima Avenida. El hombre es alto y ancho, ocupa más espacio del que cabría esperar. Está a la espera de una entrevista de trabajo. Le pregunta cosas que quizá ella no quiere responder, por ejemplo, otra vez, si da clases de arte, si vive cerca de allí, si tiene hijos. Poco después están en un apartamento pequeño, cocina, baño y salón. Es donde ella vive. Beben soda con una rodaja de limón. En un momento de la conversación, él le dice “Cariño”, y ella a continuación: “Quiero que te marches, por favor”. Pero él no lo hace, al contrario, se levanta y su cuerpo, tan enorme, se interpone, ocupando un espacio en el que ella no parece caber. Ve cómo él, en lentos movimientos, se quita la corbata y la chaqueta, la camisa y el cinturón y le dice: “Ves qué fácil. Ahora tú. Empieza por los zapatos. Primero el uno y luego el otro”. Entonces ella va al baño y cierra la puerta. De momento no echa el pestillo. Escucha. Oye como se abre el cinturón y el ruido de la cremallera al bajar y el pantalón. “Haz el favor de marcharte”, le dice. Oye cómo se acerca a la puerta –ella echa por fin el pestillo-, cómo se apoya sobre ella, cómo se queda allí sin hacer nada. Oye su respiración, “un sonido de trabajo concentrado, nasal y rítmico. Cuando él terminó hubo una larga pausa. Ella creyó oír que se ponía la chaqueta”.
“Perdóname”, dijo él, “lo siento mucho, no sé qué decir”.
Salió del baño un minuto después de que él se hubiese ido. En la habitación lo veía todo dos veces. Cabrón. Salió a la calle y cenó en un pequeño restaurante cerca de su casa. Cuando volvió la conexión seguía allí. Cabrón.
Al día siguiente, al volver al museo, él estaba en la galería, sentado en el banco del centro, ante el cuadro que a ella le había sobrecogido, El Entierro.
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