
Varias veces me ha asaltado la idea
de abandonar la lectura, porque ésta también se atrabanca, le cuesta seguir el
relato inconexo, o con una lógica que me agota, la inacción del testigo narrador, pero sigo con la esperanza
de que la historia arranque, de que pase algo, de que el contador de la
historia entre en acción, pero no hay manera, se demora, vuelve una y otra vez
sobre lo mismo como en las espirales de una bocanada de humo que parecen formar
figura pero no llegan a nada; sobre el padre chivato y la madre atemorizada,
sobre los vecinos perseguidos y espías de la policía, sobre los ricos asaltados
varias veces. No se aclara el narrador si el tema es el miedo o el miedo del
miedo, la opresión de una dictadura agobiante o de la irracionalidad del miedo.
Sigo leyendo un poco más. A pocas novelas le habré dado
tantas oportunidades. No puedo más, la suelto cuando me quedan unas pocas páginas
para llegar al final. Miro el epílogo y el autor dice que aunque hay o puede
haber coincidencias todo es una invención -en algún momento pensé que se fundaba en una experiencia personal-, lo que me desalienta más y me
permite por fin lanzar el libro a la papelera no sin antes preguntarme si los
que le dieron el premio alfaguara no tuvieron la misma sensación que yo, una
obligación moral, una deuda.
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