martes, 5 de marzo de 2013

Una misma noche



           160 páginas y no entro en la historia. Sigo leyendo por deber, como una obligación moral contraída con las víctimas, por solidaridad y vergüenza con el cobarde que todos llevamos dentro. La novela cuenta como si fuese un sucedido real dos asaltos en parecida noche, en circunstancias semejantes: una en 1976, durante la dictadura militar argentina, y otra en 2010, un asalto más convencional, un robo en un barrio bien. Lo cuenta el protagonista testigo de los dos asaltos. Pero la escritura está trabada, no fluye, quizá como efecto de la conciencia del narrador que tiene miedo y se siente cobarde en las dos circunstancias. 

         Varias veces me ha asaltado la idea de abandonar la lectura, porque ésta también se atrabanca, le cuesta seguir el relato inconexo, o con una lógica que me agota, la inacción del testigo narrador, pero sigo con la esperanza de que la historia arranque, de que pase algo, de que el contador de la historia entre en acción, pero no hay manera, se demora, vuelve una y otra vez sobre lo mismo como en las espirales de una bocanada de humo que parecen formar figura pero no llegan a nada; sobre el padre chivato y la madre atemorizada, sobre los vecinos perseguidos y espías de la policía, sobre los ricos asaltados varias veces. No se aclara el narrador si el tema es el miedo o el miedo del miedo, la opresión de una dictadura agobiante o de la irracionalidad del miedo.

           Sigo leyendo un poco más. A pocas novelas le habré dado tantas oportunidades. No puedo más, la suelto cuando me quedan unas pocas páginas para llegar al final. Miro el epílogo y el autor dice que aunque hay o puede haber coincidencias todo es una invención -en algún momento pensé que se fundaba en una experiencia personal-, lo que me desalienta más y me permite por fin lanzar el libro a la papelera no sin antes preguntarme si los que le dieron el premio alfaguara no tuvieron la misma sensación que yo, una obligación moral, una deuda.

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