sábado, 30 de marzo de 2013

Pintura de niños en el Cordón




            La mañana de claroscuros me arrastra por caminos de tristeza. Parto del interior del antiguo Monasterio de San Juan, donde nació la ciudad, desmochado, abierto de par en par al cielo, porque las autoridades creen que los viejos monumentos han de mostrar su ruina. Atravieso el río de aguas revueltas, bravas diría, algo que no cuadra con los usos y modos de esta ciudad conservadora. El caminar pensando no se me da bien, la mente se me desboca como el río, ningún pensamiento se me detiene, no puedo forzar su quietud, su silencio sonoro. Prefiero el ritmo de la bici. Siempre he querido marchar rápido, adelantarme, para llegar a ningún sitio. La iglesia de Santa Clara está cerrada. Era ahí donde quería llegar para aquietarme y reposar. He dado la vuelta alrededor, intentando atraparla, hacerme con sus huellas románicas. He seguido por el bulevar, un deseo de modernidad no cumplido, desangelado, vacío, de momento no vertebra la ciudad como ellos, las autoridades, decían que iba a hacer. He rodeado el severo Hospital de la Concepción, ahora en obras, cedido a la universidad. El viejo palacio del Cardenal Mendoza, el restaurado Palacio de Justicia al que han afeado la fachada con un pegote de puertas doradas.

Retrato de un niño con fusta llevando una cabra con correa.

            He acabado en una exposición de pinturas de niños, en la Casa del Cordón donde la tristeza indefinida, inasible, se ha adensado en los cuadros de niños que allí hay. Niños atrapados en trajes de adulto, niños vestidos de niña como parece que era la costumbre de la época, hasta los siete años, niños en casaca o con capas de armiño, con un cetro en la mano o, en el siglo XIX, con raros juguetes que eran signo de estatus. Agrupados en las salas de los dos pisos de la Casa del Cordón, sin otros cuadros, otros géneros, que alivien la opresión, me parecía asistir a un tipo de terror que venía de la historia, aunque todos ellos eran hijos de la aristocracia o de la burguesía, niños ricos a los que se ahormaba para hacer de ellos adultos sin tacha. Contribuía a ello la compañía en que se les mostraba, animales inverosímilmente desproporcionados, con las cabezas enormes o las patas delanteras rígidas, con más cuerpo que el de los niños a los que hacían compañía. Estos los tienen con unas riendas inútiles porque ninguno hace ademán de escapar o de inquietarse. Rígidos como los propios niños, asistiendo ambos a una sesión de tortura que consistía en abandonar su naturaleza para posar delante de un pintor que había de sacar de ellos lo que habían de ser en el futuro, lo que de ninguna manera podían ser mientras posaban. Cuadros horribles en los que se puede seguir la traza de la época, el paisaje holandés, la moda inglesa, los interiores burgueses, cuyo valor principal es ser signo de un tiempo pasado.

Después se ha echado a llover con fuerza, largamente, sin descanso.

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