La mañana
de claroscuros me arrastra por caminos de tristeza. Parto del interior del
antiguo Monasterio de San Juan, donde nació la ciudad, desmochado, abierto de
par en par al cielo, porque las autoridades creen que los viejos monumentos han
de mostrar su ruina. Atravieso el río de aguas revueltas, bravas diría, algo
que no cuadra con los usos y modos de esta ciudad conservadora. El caminar
pensando no se me da bien, la mente se me desboca como el río, ningún
pensamiento se me detiene, no puedo forzar su quietud, su silencio sonoro.
Prefiero el ritmo de la bici. Siempre he querido marchar rápido, adelantarme,
para llegar a ningún sitio. La iglesia de Santa Clara está cerrada. Era ahí
donde quería llegar para aquietarme y reposar. He dado la vuelta alrededor,
intentando atraparla, hacerme con sus huellas románicas. He seguido por el
bulevar, un deseo de modernidad no cumplido, desangelado, vacío, de momento no
vertebra la ciudad como ellos, las autoridades, decían que iba a hacer. He
rodeado el severo Hospital de la
Concepción , ahora en obras, cedido a la universidad. El viejo
palacio del Cardenal Mendoza, el restaurado Palacio de Justicia al que han
afeado la fachada con un pegote de puertas doradas.
He acabado
en una exposición de pinturas de niños, en la Casa del Cordón donde la tristeza indefinida,
inasible, se ha adensado en los cuadros de niños que allí hay. Niños
atrapados en trajes de adulto, niños vestidos de niña como parece que era la
costumbre de la época, hasta los siete años, niños en casaca o con capas de
armiño, con un cetro en la mano o, en el siglo XIX, con raros juguetes que eran
signo de estatus. Agrupados en las salas de los dos pisos de la Casa del Cordón, sin otros
cuadros, otros géneros, que alivien la opresión, me parecía asistir a un tipo
de terror que venía de la historia, aunque todos ellos eran hijos de la
aristocracia o de la burguesía, niños ricos a los que se ahormaba para hacer de
ellos adultos sin tacha. Contribuía a ello la compañía en que se les mostraba,
animales inverosímilmente desproporcionados, con las cabezas enormes o las
patas delanteras rígidas, con más cuerpo que el de los niños a los que hacían
compañía. Estos los tienen con unas riendas inútiles porque ninguno hace
ademán de escapar o de inquietarse. Rígidos como los propios niños, asistiendo
ambos a una sesión de tortura que consistía en abandonar su naturaleza para
posar delante de un pintor que había de sacar de ellos lo que habían de ser en
el futuro, lo que de ninguna manera podían ser mientras posaban. Cuadros
horribles en los que se puede seguir la traza de la época, el paisaje holandés,
la moda inglesa, los interiores burgueses, cuyo valor principal es ser signo de
un tiempo pasado.
Después se ha echado a llover con fuerza, largamente, sin
descanso.
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