¿Por qué
volver a escuchar una pieza tan conocida –hasta el cine se ha hecho con ella-
como el andante del concierto para piano nº 21? De tan escuchada parece cursi,
como todo lo que se repite muchas veces. Pero es que yo no me canso de oírla, a
pesar de que me venga a las mientes la acaramelada Elvira Madigan. No me
extraña que algunos sostengan que es el andante más bonito de la historia de la
música. Además cada pianista y cada orquesta lo toca de una manera, busca su
gramo de originalidad. Así lo hizo el pianista Sebastian Knauer que la tocó
pianísimo, pianísimo, lástima que la madera, en especial el corno inglés, se
alzase por encima, apagando la suavidad que imprimían los dedos del pianista. Y
la orquesta tocó, en el andante, pero también en los allegro,
como si fuese una orquesta de cámara, que es como me gusta a mí, servida casi
sin querer, en familia, junto a la mesa camilla.
Otra cosa
es el áspero Bruckner y sus mazacotes de sinfonías, nada de música de cámara, nada
de suavidad. Menudo contraste de programación. No recuerdo haberme conectado a
ellas de una tacada de principio a fin. En casa, imposible escuchar una entera.
Ahora igual, con esta sinfonía nº 6, eso que no es de las más largas. Ha habido
momentos en que sí, especialmente en el comienzo o en el adagio y en partes
del scherzo, cuando desde abajo arrancaba la cuerda y se elevaba con
esos movimientos que tanto recuerdan a Wagner –también se ve a Mahler picoteando
cosas de aquí y de allá-, pero cuando comenzaba a disfrutar entraba el metal y
me estropeaba la fiesta. Insufrible, hasta parecía que me iba a marear y caer
relocho por el golpe de sonido cual golpe de calor. El finale no lo he
visto nada apoteósico, sino ruidoso, el brío confundido con el ruido. Aunque
quizá ha sido culpa mía por escoger la tribuna del escenario, justo encima del
metal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario