Los músicos
han cambiado el orden del programa, han dejado a Bartok y a Brahms para el
final, pero aún así no han conseguido que el manto de tristeza tendido en la
primera parte por Debussy y Prokofiev levantase. La circunstancia personal
influye, claro está, asuntos familiares relacionados con mi madre y también la lectura
del último libro de Gamoneda, Canción errónea. No era el mejor momento
para escuchar la triste y áspera Sonata para violín y piano nº 1 de
Debussy, escrita en los años centrales de la Gran Guerra , cuando él
mismo se despedía de la vida, tan diferente del resto de sus composiciones, con
esas melodías truncadas o apenas esbozadas o moribundas o terminadas con
brusquedad, con momentos en que el violín parece llorar y el piano acompañar
con ásperos quejidos.
Lo mismo
sucede con la sonata nº 1 de Prokofiev. Mientras la escucho me pregunto, qué le
pasaba al músico que, al contrario que Debussy, la compuso en lo más alto de su
producción, para escribir esos movimientos lentos tan patéticos y esos otros
más rápidos, pero tan estresados, tan estresantes. Sólo en el andante parece serenarse, un
andante tristemente bello. La tristeza arrastrada de estos días no me ha
permitido concentrarme en la rapsodia de Bartok, ni en la casi perfecta sonata nº 3 de Brahms, salvo en el presto final. Quizá al violín de Repin y al piano de Lugansky les ha faltado algo de pasión.
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