La ciudad ha amanecido nevada. Poca cosa, los techos de los
coches, porque echan tanta sal en el asfalto y en las aceras -prácticamente cada día del invierno, ¿dónde va a parar toda esa sal?- que tendría que
ser muy gorda la nevada para que cuajase. Hay que salir fuera, al descampado, para ver la
cuantía. En la bici el aire frío me azota y penetra por la empuñadura del polar y la
camisa helándome los brazos. Tomo altura, hasta el mirador de la cuesta de la Maruquesa. Blancos
los tejados y los cerros que rodean la ciudad, el cielo parece amenazar, pero
nada serio sólo un grado por debajo de cero. Intento subir al cerro pero hay
tanta cantidad de barro que no es posible. Me alejo por pistas asfaltadas.
Ahora, sobrepasado el medio día, sale un sol brillante pero frío.
Supongo que aquí la amenaza ha pasado, aunque me temo lo peor para la excursión
programada para mañana en la montaña leonesa en la frontera con Asturias, Brañacaballo. Anuncian
10 bajo cero.
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