Antes
A duras
penas aguanto un cuarteto, un quinteto o una sonata escuchada en casa, a solas
en mi habitación. He de poner la música cuando estoy tendido en la cama
esperando que me venza la lasitud de la siesta para que los cuatro movimientos
lleguen a su fin. Me gusta oír los fragmentos que conozco, los temas que se van
alternando, pero pronto mi mente desconecta y se va hacia lugares que no había
previsto o me llega definitivamente el sueño. Algo parecido me pasa con el
arte, no he adquirido la costumbre de estudiar las obras maestras delante de un
libro de grandes láminas. ¡Y en su momento los coleccioné como he coleccionado
otros objetos que he creído de valor! Me ha aburrido mirar las pinturas de
Goya o los paisajes de Monet en los libros, salvo cuando lo tuve que hacer por
obligación, y no digamos catedrales o palacios, berninis o rodins.
Sin embargo, la emoción fácilmente me embarga si escucho un concierto en una
sala de música o miro una gran obra en una exposición. Quizá sea la empatía con
la gente que me rodea y hace lo mismo que yo, quizá sea la voluntad determinada
a ir a un lugar donde se la conduce para disfrutar. Podría decir que el arte da lo que se va a buscar. Hay otro aspecto que considero importante. Tengo la
impresión, si estoy en casa escuchando música, o mirando fotografías de obras
únicas, incluso viendo una película, de estar perdiendo el tiempo, cosa que no
me ocurre cuando leo; leer ya implica ese movimiento. Para apreciar una obra ha
de producirse un movimiento del espíritu que arrastre al cuerpo, salir del
estado de pasividad, ponerse en movimiento para ir al encuentro de la emoción que
procura el arte.
Cuarteto de
cuerda en La menor, op. 51 de Brahms; Quinteto en Mi bemol mayor, op. 44 de
Schumann. Por Cuarteto Quiroga y Javier Perianes.
Después
Me han
abandonado las emociones de anoche, aunque perduran los temas del quinteto de
Schumann que dan vueltas por mi cabeza. Es difícil escribir de música sin
sentir una especie de traición a los sentimientos vividos, sin sentir que se
hace pantomima. Sí puedo hablar de lo que sentí anoche y de lo que siento
ahora. Del frío cuarteto de Brahms, el opus 51, que, aunque le recorrían temas
románticos no fue capaz de atraer por completo mi atención, sólo a ratos y
esforzadamente. Tampoco los músicos fueron más allá de su habilidad técnica. Mal
síntoma es que pudiese pensar en el escaso público en la sala debido a la
subida del precio, en la bajada de calidad del ciclo. El quinteto de Schumann
fue distinto, sobre todo en el segundo movimiento, ya con la lenta marcha
inicial, quizá un poco más lenta de lo habitual que les exigía gran
coordinación. Entonces, ahí, tuve la impresión de que el Cuarteto Quiroga y
Perianes me invitaban a la ceremonia que se estaba celebrando, cómo de la
lentitud deliberada cogían el ritmo y vivían la emoción de la música que
traspasaban al público que les escuchaba.
Y, desatados, llegaban al allegro final quizá algo acelerados, cuando la
emoción pedía que aquello no se acabase, como sucede cuando sentimos vivamente
una emoción auténtica. Y el público les aplaudía a rabiar para que continuasen
y el momento no se acabase y aunque ofrecieron una propina Shostakovich la
aceleración del pulso no consiguió que el momento Schumann perdurase. La
emoción del arte como cualquier emoción es frágil y poco duradera y hay que
conformarse, porque en ello estriba su esencia.
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