A veces pienso que soy un adolescente o que vuelvo a una
adolescencia que no tuve.
Me estimulan libros magníficos como el de Ben Lerner:
Al salir de la estación de Atocha
o
pelis no tan buenas como Las ventajas de
un ser marginado.
Pero con seguridad es el presente que me aflige y me ordena.
Es la música que durante cinco años me ha abandonado y ahora
vuelve.
Es el pozo del que quiero salir y al que vuelvo.
Se sienta frente a mí una griega bellísima: piel clara, ojos
brillantes, cabello ensortijado,
largo y negro como recién salido del baño,
viste de negro y su idioma es dulce.
Tengo la sensación de no ser yo de ser otro quien me habita
como si estuviera mudando de piel, tanta necesidad tengo de empezar otra vez.
El tren discurre paralelo a la autopista, se desliza sobre
campos verdes, huertas.
Mi imagen se refleja en la ventana de enfrente con el caserío
a mi espalda.
Me gusta mi silueta oscura, el cuello alto, el brillo de mi
pelo, el marco en el que me ofrezco.
Como cuando las cosas no importan, incluso la gente no
importa,
cuando te absorbe el impulso de la vida, la corriente
principal.
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