martes, 12 de febrero de 2013

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A veces pienso que soy un adolescente o que vuelvo a una adolescencia que no tuve. 
Me estimulan libros magníficos como el de Ben Lerner: Al salir de la estación de Atocha 
o pelis no tan buenas como Las ventajas de un ser marginado.

Pero con seguridad es el presente que me aflige y me ordena.
Es la música que durante cinco años me ha abandonado y ahora vuelve.
Es el pozo del que quiero salir y al que vuelvo.

Se sienta frente a mí una griega bellísima: piel clara, ojos brillantes, cabello ensortijado, 
largo y negro como recién salido del baño, viste de negro y su idioma es dulce.

Tengo la sensación de no ser yo de ser otro quien me habita como si estuviera mudando de piel, tanta necesidad tengo de empezar otra vez.

El tren discurre paralelo a la autopista, se desliza sobre campos verdes, huertas.
Mi imagen se refleja en la ventana de enfrente con el caserío a mi espalda.

Me gusta mi silueta oscura, el cuello alto, el brillo de mi pelo, el marco en el que me ofrezco.

Como cuando las cosas no importan, incluso la gente no importa,
cuando te absorbe el impulso de la vida, la corriente principal.

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