jueves, 14 de febrero de 2013

Antonio Colinas


Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.
(De Fe de vida)
“Armonizando la poesía con la vida”. No me suenan bien las primeras palabras: armonizar, no me gusta esa palabra, aunque sí su música, adonde me lleva, al encuentro entre naturaleza y humanidad que explica el poeta que es el fundamento de su poesía (Los tres tratados de armonía, es el libro de los suyos que recomienda para entenderlo). Hay un segundo tema, confiesa, el diálogo de la tierra donde vive –el hombre y su poesía; en el noroeste de Castilla, dice-, con el espíritu mediterráneo. ¿Cómo podríamos eludir a Hesíodo y Homero, a Virgilio y a Valèry, a Quasimodo y a JRJ, a Aleixandre y a María Zambrano, en los que se detiene y explica.

            Asegura Antonio Colinas que su poesía ha ido creciendo sobre tres ejes, que ha ido avanzando sobre la emoción, primero. Qué poeta no querría conmover a su lector, quién no querría removerlo. Así lo hizo en su Astrolabio, donde quiso ser intenso, a través, sin embargo, de la pureza formal y en diálogo constante de la cultura con la vida. Le resulta incomprensible que haya quien separe ambas cosas, quien no vea que la cultura no puede ser otra cosa que la expresión de la vida. En esta primera zona de su obra se inscribe también Sepulcro en Tarquinia, su poemario más celebrado.

            Ha hecho un paréntesis entonces para hablar de su generación, los novísimos, con los que creció en la necesidad de renovar el lenguaje, de escribir en libertad, pero con los que también ha disentido, de los que se siente un heterodoxo, especialmente en el aprecio por Antonio Machado, que no le parece un poeta rural, sino un creador de símbolos, ya desde Galerías, un libro esencial. Símbolos que proceden de la naturaleza, que la hacen universal, como se da en Neruda y en Octavio Paz. Así la noche, el reverso de la luz, una dualidad que Colinas deshace con su práctica de la armonía. Armonía no como escapismo, sino que siguiendo la cultura oriental, transmitida por el Mediterráneo, es la que viene después del dolor, de las pruebas, lo que unifica los contrarios, o a través de la mística, como, por ejemplo el taoísmo que viene del extremo oriente.

            La segunda zona de su poesía se mueve en torno al pensamiento, a “la razón poética” de María Zambrano, frente a “la razón histórica” de Ortega y Gasset. El poema ideal es aquel en el que el poeta piensa y siente a la vez.

            La última etapa o zona de Antonio Colinas, recorrida en libros como Mansedumbre, El silencio de fuego, Desierto de la luz y El laberinto invisible, libro este último en construcción, es la que él define como humanismo, en una doble vertiente, testimonial, como en los poemas que dedica a las guerras –la del Golfo, la de Iraq, a la caída del muro de Berlín-, La tumba negra como ejemplo, y, una segunda, atravesada por lo espiritual, lo sagrado, presente en el hombre desde sus orígenes, lo que el ser humano desconoce. Poesía que aparece como un homenaje a Bach o como un encuentro con Ezra Pound.

Y entonces Antonio Colinas ha comenzado a leer. Le oí decir a José María Valverde que a un poeta sólo se le conoce o se le aprecia verdaderamente cuando se le oye recitar sus poemas. Es lo que yo deseaba desde el principio. Leí a Antonio Colinas hace años, me lo dio a conocer un amigo del que ahora estoy distanciado por motivos que no vienen al caso. Me dijo que leyera sus sonetos que a él le parecían perfectos. Así lo hice, aunque he de decir que entonces no me conmovió. Pero ahora oyendo Nacimientos del amor, de Preludios a una noche total,

Traes contigo una música que embriaga el corazón,
le dije. Y en mis ojos rebosaban las lágrimas.
Llenos de fiebre tuve mis labios que sonaban
encima de su piel. Por la orilla del río,
trotando en la penumbra, pasaban los caballos.
De vez en cuando el viento dejaba alguna hoja
sobre la yerba oscura, entre los troncos mudos.
Mira, con estas hojas comienza nuestro amor.
En mi toda la tierra recibirá tus besos,
me dijo. Y yo contaba cada sofoco dulce
de su voz, cada poro de su mejilla cálida.
Estaba fresco el aire. Llovían las estrellas
sobre las copas densas de aquel soto de álamos.
Cuando la luna roja decreció, cuando el aire
se impregnó del aroma pesado de los frutos,
cuando fueron más tristes las noches y los hombres,
cuando llegó el otoño, nacimos al amor.

o, luego, Giacomo Casanova, Simonetta Vespucci, Álamos santos, álamos de los dioses, y estos veros de Fe de vida: “Dejadme con la libertad que se pierde/ en los labios de una mujer”, en un viaje que va, según Antonio Colinas confiesa, hacia la sencillez, compruebo que necesitaba oír sus poemas vertidos por su voz para que su música me tocase. Y ha seguido con La llamada de los árboles, el mejor libro del poeta en la opinión de Miguel Delibes.

Antonio Colinas ha leído sus poemas con voz serena y cadenciosa, dejaba que las palabras fluyeran como si fuesen fruto del instante, ese obrar de la poesía que consiste en nombrar de nuevo, en renovar continuamente el lenguaje. Ha reservado los dos mejores para el final. Poemas que escribió para sus hijos. Con el primero, Si a vuestra vida un día llegase el huracán, no ha habido suerte, por esa mala costumbre de algunos, alumnos y profesores, de entrar y salir, sin respetar el silencio sagrado que exige la poesía. Un recital es lo más parecido a una celebración religiosa. Pero en el último, La prueba, ha habido un silencio sepulcral, el bosque que atraviesa el poema se ha hecho visible por la magia de las palabras del poeta, hemos bajado a sus honduras y hemos mirado hacia arriba, hacia la luz. No sé si todos han vivido mi experiencia, la experiencia del arte es intransferible, pero quizá deje su huella, algo que recordar y sobre lo que volver.

Mira: a punto estás de penetrar en el bosque.
Vas a dejar la casa blanca de la cima
tan plácida, tan llena de música y sosiego,
y ahí te espera el bosque impenetrable.

Irremediablemente deberás cruzarlo:
el bosque que desciende por ladera escabrosa,
el bosque en que no hay nadie
y el bosque en el que puede haber de todo,
el bosque de humedades venenosas,
morada de lo negro
y de una luz que enturbia la mirada

Entra en él con cuidado y sal sin prisas,
mas nunca se te ocurra abandonar la senda
que desciende y desciende y desciede
Mira mucho hacia arriba y no te olvides
de que este tiempo nuestro va pasando
como la hoz por el trigo.
Allá arriba, en las ramas,
no hay luces que te cieguen, si es de día.
Y si fuese de noche,
la negrura más honda la siembran faros ciertos.
Todo lo que está arriba guía siempre.

Mira, te espera el bosque impenetrable.
Recuerda que la senda que lo cruza
-la senda como río que te lleva-
debe ser dulce cauce y no boa untuosa
que repta y extravía en la maraña.

Que te guíe la música que dejas
-la música que es número y medida-
y que más alta música te saque
al fin, tras dura prueba, a mar de luz
(De Los silencios de fuego)

Al finalizar el acto he dudado si quedarme y saludar al poeta. No lo he hecho, no quería ser insincero respecto al pasado, decir que lo había leído y me había gustado. He supuesto que algún quiebro del habla me habría delatado. He subido al departamento a recoger mis cosas. Luego, al bajar, ya sobre la bici, con el casco puesto, lo he visto sólo en lo alto de las escaleras, esperando. Podría haberme acercado y haberle elogiado que es lo que los poetas esperan de sus oyentes. He preferido hablar con los alumnos que salían. Les he preguntado si eran conscientes del privilegio que se les había concedido. Algunos callaban, otros han dicho alguna inconveniencia. Que con el tiempo deberían recordar este día. Supongo que alguno lo hará. 




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