martes, 15 de enero de 2013

Gauguin en el Thyssen


  “¡Qué agradable era ir de mañana a refrescarnos al arroyo cercano, como me imagino que harían en el Paraíso el primer hombre y la primera mujer!” (Gauguin). 

            El impacto de Parau api en el comienzo mismo dispara la emoción, una emoción que a pesar de los pocos cuadros que la refuerzan, que la alimentan durante el recorrido, se mantiene hasta el final. No es una exposición generosa, nace de una idea o idea y media, el exotismo y el viaje, provocada quizá por los pocos cuadros que se podían conseguir, y la rellenan con decorado, un decorado de época, el momento Gauguin, cuando este pintor llenó de imágenes y de posibilidades el ansia innovadora de los jóvenes europeos de comienzos del siglo XX.

            El momento Gauguin está en su primera etapa de Tahití, entre 1890 y 1893: Gauguin entregado a los sentidos, al paisaje de Tahití y a las mujeres de Tahití. Ahí pinta sus mejores cuadros, llenos de luz, de color y sensualidad. El pincel y el color son extensiones de su cuerpo encendido. Es entonces cuando Gauguin alcanza su arte, como los poetas crean palabras nuevas para nombrar de nuevo el mundo, así Gauguin extiende sobre el lienzo esos colores arbitrarios, inventados, planos, manchas sobre el lienzo, porque los que traía de Europa no le servían, los colores que cuando vuelve le copiarán los fauves y los expresionistas. Qué diferente del frío Delacroix que posa a su lado, Mujer de Argel en un interior. Delacroix va al Norte de África a mirar, Gauguin en Tahití confunde su entrega pasional con la pintura, vida y pintura son las misma cosa. Gauguin prescinde de casi todo en Parau api (1892), reduce la pintura a lo elemental: tan sólo esas dos mujeres en admirable composición, la piel brillante, entregadas, las dos pelotas u ovillos verdes en primer plano en ese suelo de un amarillo imposible, la falda roja floreada y el pareo a rayas.


            Ya habían aparecido indicios de lo que Gauguin iba a ser en Martinica, pero es en Tahití donde cree encontrar el paraíso primordial entre montañas violetas y árboles azules y mientras le dura el hálito, antes de volver agotado y enfermo a Francia, pinta cuadros extraordinarios como Mata Mua (Érase una vez), de 1892, donde su ímpetu coincide con la exuberancia natural, con esas manchas blancas lujuriosas en primer plano, con ese fondo de colores planos sin intención de profundidad, que se continúan en los colores arbitrarios, las figuras integradas en el paisaje, la pulsación del color, que más tarde será la marca de Rothko, de Matamoe, dueño de su expresividad, o en el  paisaje ya plenamente mental de Parahi te marae, con ese amarillo dominante, arrollador, enmarcado por azules y violetas.


            Pero el cuadro que más me ha llamado la atención es Mujeres en la orilla del río (no lo encuentro en Internet) también de 1892. En el se ve al maestro experimentando con la paleta, descubriendo todos esos colores que luego extiende sobre sus obras maestras, el rojo-naranja intenso sobre el que se alza el hombre desnudo, con el que pinta ese perro rojo de Arearea, o en la Dos mujeres tahitianas, tan famoso, donde Gauguin dueño de su estilo, dominador de sus recursos, se exhibe. O en ese cuaderno maravilloso, recuerdo de la estancia en Tahití, cuyas páginas se van abriendo ante nuestros ojos, con la curiosa sensación de ver las viejas fotografías agostadas con sabor a época pasada mientras los dibujos, bocetos o acuarelas por el contrario son inmarcesibles.


            Menos interés, para mí, tiene el resto de la exposición, los cuadros fauves o expresionistas, aunque se vea la influencia de Gauguin, o el apartado dedicado a la etnografía  agrupados en torno al lema “El artista etnógrafo”, en especial esos retratos de Emil Nolde hechos con ojo antiguo, viejo, con los prejuicios de la época, sensación que no se produce con las pinturas de Gauguin., por ejemplo en ese icono bizantino: Mujer tahitiana
            “Finalmente he cumplido con mi deber y si mi obra no pervive, al menos subsistirá la memoria de un artista que liberó a la pintura de las cadenas académicas y de las plumas simbolistas” (1901). (Gauguin).

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