jueves, 24 de enero de 2013

El sentido de un final, De Julian Barnes


   
         ¿Se convierten nuestras palabras, las que pronunciamos o las que escribimos, en actos, en actos nuestros o en acciones de las personas a las que nos dirigimos? Decimos cosas de las que luego nos arrepentimos o a las que no damos importancia, palabras que más tarde, pasados los años, sabemos que influyeron en aquellos a quienes iban dirigidas, a quienes maldijimos o deseamos lo peor, a quienes anunciamos que estaban destinadas al fracaso, llevados por el despecho o la venganza o por el desprecio o quizá imbuidos por un sentido de superioridad o de desconsideración. ¿Cómo pude yo haber escrito o dicho aquello? ¿Qué me pasó, cómo pude ofuscarme de aquel modo? No me reconozco en aquella persona.

         Pero, ¿realmente influyeron nuestras palabras hasta cambiarle la vida a la persona a quien creemos habérsela destrozado o sólo es una reconstrucción de la memoria para liberarnos de un peso, un movimiento para transformar el remordimiento en culpa, confesarlo y sentir el alivio del perdón, si es que lo conseguimos?

         Pero, ¿en qué sentido influyeron, si es que lo hicieron, quizá no en el que muestran las apariencias sino de un modo que no alcanzamos a comprender, de un modo en que cuando las pronunciamos o escribimos éramos incapaces de predecir?

         De eso va esta novela de Julian Barnes, escrita en dos partes, primero la dulce juventud enardecida e irresponsable de cuatro amigos que se representan el mundo con ingenio, torpeza y burlas que cuando acaban el colegio y comienzan la universidad, en el momento en que la vida todavía no está sometida a las convenciones y a los acuerdos, se separan y comienzan a vivir, a tomar decisiones y a relacionarse con las mujeres. Una mujer, precisamente, que primero se novia del narrador y después se casa con uno de los cuatro amigos, al que más se admira, al que más se envidia, es la que desencadena el drama, la que pone en marcha la historia, la que hace que las palabras se conviertan en actos. En la segunda parte, después de muchos años, cuando el narrador ya está jubilado se entera de cómo han sucedido las cosas. Descubre una carta que entonces escribió, cuya importancia sólo calibra ahora.

         Hay en la novela demasiada cháchara, creo yo, algo que les pasa a los novelistas ingleses, quizá influidos por la gran admiración que siempre han tenido por la gran cultura francesa, demasiado relleno antes de entrar en faena. Pero también una preocupación algo esnob por dilucidar problemas morales, debatidos en un ambiente de cerveza, canciones y mucha ironía, de aquellos que crecieron en escuelas de élite donde discutir sobre principios era asunto principal, distintivo social, signo de superioridad.

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