jueves, 10 de enero de 2013

El origen del mundo




            Existe una correspondencia entre el manoseo al que se entrega el protagonista, urgido por los ardores de los veinte años, y el estiramiento, ondulación y ornamento a que el escritor somete su escritura, urgido por el dinamismo del escritor novel. Es, por tanto, este El Origen del mundo,  un ejercicio de estilo, una presentación en sociedad, una redacción que parece concursar para obtener el visto bueno. 

            Bien, eso es lo que yo creía, lector ingenuo, hasta que compruebo en una biografía del autor, Pierre Michon, que no es una obra primeriza como yo sospechaba, engañado por las fechas en que sitúa la acción de la novela, puestas en relación con la biografía del propio autor, sino que ha sido escrita cuando en el zurrón ya tenía obras que habían sido aprobadas con excelencia. Estoy pues un poco desconcertado, pues Michon es un autor que me ha deslumbrado, como a tantos otros, al que podría considerar maestro de la gran literatura  por lo que, vengo a concluir, esta obra me deja un poco confuso y decepcionado, sobre todo porque las expectativas antes de comenzar la lectura eran muy altas, una lectura que, aplazada muchas veces, como me ocurre con otros libros de los que espero obtener gran placer, pero que olvido luego y quedan ocultos o postergados por otros menos interesantes que adelanto por estar más visibles o por ser su lectura menos exigente o porque de ellos se habla en la plaza y me gusta estar al día, he acometido, pues, tras la lectura reciente Habladles de batallas, de reyes y elefantes.  

              He iniciado, pues, esta  postergada lectura de Michon, sin saber qué me iban a deparar sus páginas, dejando volar la imaginación pensaba que tendría algo que ver con la famosa pintura de Courbet, y es posible que algo tenga que ver, pero no de modo explícito, no se convierte en referencia directa, aunque puede que sí como origen y sentido del hombre que comienza, un maestro que se sumerge en un pueblo de la Francia profunda para iniciarse en el mundo, menos para elevar a sus alumnos, pues no son ellos quienes le preocupan, al contrario, los ve como un obstáculo, que a sí mismo objeto y experiencia del trato con el mundo, para llegar al centro mismo de la experiencia del hombre que no se puede ser otra cosa que la entrepierna de la mujer, en este caso la estanquera del pueblo que le deslumbra con su blancura, su modo de vestir y caminar, el misterio que la envuelve, es decir, todo aquello que hace que un hombre pierda el juicio y ponga en el lugar de la razón la agitación, el instinto, el mismo delirio, pero ese trastorno no será digno de contar si no acaba en locura, en desquiciamiento, porque la hermosa estanquera, que tiene un hijo a quien el protagonista atiende en la escuela, no se conforma con su oficio de atender detrás del mostrador sirviendo tabaco, sino que por las tardes atraviesa el bosque de la manera más incómoda, con tacones altos y abrigo largo, discos de oro y diadema de ala de cuervo, y vuelve con una huella de violencia en el cuello. Y no sigo más para no desvelar lo que sigue e incitar a los lectores a que retomen la historia por su cuenta.


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