Los días
tan cambiantes de este enero, ayer, tan lleno de luz, este atardecer, un manto
de tristeza sobre la ciudad, atenazada por la grisura: las nubes pasajeras
dejando caer la fina e insistente lluvia. Toda la luz ganada desde hace un mes
fundida en este pesimismo que se mete por las venas. El silencio de las tardes
de domingo, ya sin transistores, sin aquel nerviosismo pegadizo que llevaba a
los hombres por la calle con el cacharro en la mano a grito pelado esparciendo
goles. ¿Dónde está hoy aquella canción?
Y sin
embargo ayer en la montaña nevada de la comarca hullera de León sólo había sol.
De Sabero a las Salas. Una nieve que crujía bajo las botas, con las huellas
recientes de corzos –tan elegantes como la apostura del cérvido peninsular- y
jabalíes y un tejón en lo alto de la cuerda intrigado por aquella hilera de
colores que subía. Apenas algunas placas de hielo, pocas, y un ligero rebozo de
nieve afilada por la lluvia caída el día anterior. Días cambiantes, no menos
que nuestras vidas solitarias, conversadas, que buscan en la montaña compañía y
calor.
Seguimos la
ruta de la minas y luego el sendero asentado sobre la calzada romana de la época
de Augusto. Desde Valdoré, ese valle dorado de los robles que ahora lucen amarronados
y mustios, bordeando el Esla, con el Peñas Pintas al fondo.
Termina el
día con el viento que pasa entre las rendijas de las ventanas mal cerradas, con
la música olvidada de la infancia, de cuerpos arrebujados ante leños que chisporrotean.
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