miércoles, 30 de enero de 2013

"Ataques" de Alice Munro


              Hacía seis meses que los Weeble, una pareja de prejubilados, contable él, ella profesora de inglés, se habían instalado en Gilmore, a treinta km. de Toronto. Aquella noche de navidad, cuando se pasaron por casa de Robert y de Peg a tomar una copa -ella tomó ginebra con tónica y el señor Weeble whisky de centeno con agua- conversaron sobre su último viaje a Yucatán, donde según la señora Weeble les llamó la atención algo en forma de pozo donde al parecer arrojaban a las vírgenes para obtener buenas cosechas. Cuando se quedaron a solas Clayton comentó que conocía aquel tipo de mujer.  
           Robert, que había vagado por medio mundo antes de asentar la cabeza, conoció a Peg en el almacén que su familia tenía en Gilmore. Robert tuvo que ocuparse de los negocios familiares cuando su padre murió. Compraron y arreglaron la casa donde Peg vivía de alquiler con sus hijos, Clayton y Kevin, después de que su marido camionero se marchase a trasportar a Alaska.
             Una mañana, cuando el invierno había caído sobre Gilmore con su pesada capa de nieve, Peg fue a llevar una cesta de huevos a casa de los Weeble. Quizá debía haberle sorprendido que no hubiesen liberado la acera de nieve o que las puertas estuviesen abiertas. Subió al segundo piso y enseguida volvió sobre sus pasos para ir a la policía y contar lo que había visto. Pronto la gente lo supo, pero no a través de Peg, que siguió repasando facturas en la trastienda. El señor Weeble había disparado con la escopeta contra su mujer y luego contra sí mismo. Las especulaciones iban desde alhzeimer avanzado hasta un cáncer terminal o también una mala inversión y problemas con hacienda.     
        Robert había tenido que ausentarse de Gilmore para visitar la tienda familiar de Keneally que necesitaba unas reparaciones en el tejado. Robert se enteró por Karen, una empleada de la tienda de Gilmore. La propia Karen había saludado a Peg al llegar aquella mañana, pero no le había dicho nada, se enteró por una amiga. Ni siquiera Kevin que no había ido al colegio esa mañana porque tenía una indigestión se enteró por su madre. Fue Shanna, su novia, quien le telefoneó desde el colegio a la hora de comer. A la hora de la cena todo el mundo quería saber si Peg había encontrado demasiada sangre, si había gritado. Robert tuvo que intermediar para que Peg se mantuviese tranquila. Cuando estuvieron a solas, Peg le contó a Robert parte de la historia, aunque él no se lo pidiera abiertamente. Peg supo que pasaba algo antes de empezar a subir la escalera.- ¿Te asustaste?- No. No me lo planteé así.Peg sabía que era el único ser vivo en la casa. Al ver la pierna del señor Weeble extendida lo comprendió todo, “pero tuve que entrar para asegurarme”. El pie que asomaba no era el que estaba descalzo. “Se había quitado el zapato del otro pie para apretar el gatillo”.- Y, en fin, eso es todo –concluyó Peg.
             Robert salió de casa y enfiló un callejón, para evitar la aglomeración de coches que inspeccionaba el lugar de los hechos. Recordaba cuando Peg y él se contaban cosas de su vida anterior. Robert hablaba de los errores y las pasiones del pasado de las que quería escapar. Peg le ofrecía hechos. Errores y pasiones frente a simples hechos. Pisaba una capa gruesa de nieve endurecida. Se alejó del pueblo y llegó hasta los márgenes del bosquecillo donde le llamó la atención un conglomerado de formas que no destacaban con claridad, gigantes extraños, rascacielos cubiertos de nieve con agujeros negros aquí y allá. Robert tuvo que acercarse para ver de qué se trataba: coches viejos, camiones, autobuses escolares despanzurrados con las tripas al aire –los agujeros negros.
A mediodía la policía contó su versión de los hechos.

Es un resumen de un relato de Alice Munro, Ataques, que aparece en su libro El progreso del amor. Son treinta páginas que valen por un libro de trescientas, condensado, intenso, con los personajes de la trama perfectamente diseñados. No les sobra ni les falta nada. El lector avanza en ascuas hasta el final sin parpadear.

Yo hubiese querido contar esta historia, pero Alice Munro es una maestra difícil de igualar.

N.B. Crímenes y desórdenes de la personalidad.

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