domingo, 16 de diciembre de 2012

Yendo por esta ciudad, a la que no pertenezco



            Disfruto recorriendo la ciudad en bici. Me gusta tomarle el pulso a la ciudad. También a mí mismo. En este mi cuarto año, ¡cuatro años ya!, comienzo a conocerla, a odiar unas cosas, a quererla en otras, como se hace con una amante. El viento azota mi rostro cuando voy junto al río, la fina y racheada lluvia apenas me empapa -¡Qué sensación tan agradable!- en esta cálida mañana otoñal, en estas horas previas a que se anuncie el invierno.

            Intento separar la razón de la rabia, mientras sorteo las pequeñas agrupaciones: los torpes movimientos de unos aprendices de Tai-chi, en el césped, junto al río, una quedada de autos viejos, junto a la Plaza del Milenio. Mi mente puede, tengo estrategias para ello, no así mi cuerpo: no he encontrado remedios para contrarrestar la somatización de mis problemas, incluso los problemas del mundo me pueden.

            Acabo de leer la prensa en dos cafeterías distintas: en una El Mundo, en la otra El País, atendiendo a mis veniales placeres del domingo. En cada una he tomado un desayuno, que es la forma de pedir, en esta ciudad, que te pongan cafés con leche en taza grande, de lo contrario te ponen una tacita con mucho café y poca leche.


            Mientras atravieso varias veces los puentes de la ciudad, el que más me gusta es el último, el de Santa Teresa, recién inaugurado, trato de poner orden lo que acabo de leer. Me afecta especialmente una entrevista que le hacen al ministro Wert dos periodistas, chicas, tratan de pillarle y lo consiguen; la presa la exhiben en el titular. Me ofende que exhiban con tanta desenvoltura sus prejuicios, su ideología, asumiendo que es superior a la del ministro. No les importa la realidad compleja ni la ley, creen que siendo superior su punto de vista sobre las cosas les exime de respetarlas. Que escuchen al historiador, en su periódico, sobre el mismo tema: 
“En cualquier caso, hoy he observado dos discursos paralelos que no acaban de encontrarse, porque parten de dos nacionalismos antagónicos. Pero las sociedades están formadas por individuos, son complejas y plurales, y si pudiéramos hablar desde esa complejidad, el diálogo sería más fácil” (José Álvarez Junco).
         ¿Cómo darle la vuelta a todo eso? ¿Cómo volver a mirar las cosas limpiamente como creíamos que hacíamos en el posfranquismo? ¿O sólo era un espejismo? No acaban de ver, tampoco los dueños y directores de su periódico, el origen de su decadencia. “La verdad y lo vivo centellean”, afirma el poeta murciano, Eloy Sánchez Rosillo.

         Me lleva esta bici relajada, la de trabajo y la del ocio, mi bici de ciudad, tan diferente de la otra, la de carretera, la del cuerpo, que exige pendencia, esfuerzo, intensidad. De ello hablan, entre otras cosas, estos dos diletantes, Paul Auster y J.M. Coetzee, en su correspondencia recién publicada, del deporte, donde uno pone las ideas y el otro las divagaciones. Ya mediado el libro, no he tomado una sola nota. Paseo, miro, reflexiono.


         Recorro una ribera, paso entre los autos de época: pocos y poco público, y luego la otra. Topo con una escultura de un Gabarró: no he visto nada de este señor que merezca la pena, todos bodrios horrorosos. Me atrevo a decir que ninguna otra ciudad de España puede competir con esta, por mal gusto, en ornamentación urbana. Supongo que alguna vez vendrá un alcalde que saque de plazas y calles esos horrores. ¡Pero es que esta escultura está junto al nuevo edificio de las Cortes castellano-leonesas! Es una burda copia de Miró. ¡Cómo no les da vergüenza! ¡Cómo pagaron semejante bodrio! ¡Cómo sigue estando ahí!


             Pienso, mientras subo por la ladera de Parquesol, junto al MiguelDelibes -donde anoche escuché un concierto sin que nada dejase huella, apenas una propina de la diva, una partita bachiana-, en lo que habría que cambiar a fondo y no se hace: la educación –trabada en menudencias lingüísticas-, la sanidad elefantiásica, insostenible, la administración del Estado, y topo con los privilegios de los que nadie quiere bajarse, en especial las corporaciones funcionariales –Médicos, Jueces, Maestros, Policías-, empleados públicos privilegiados, que disfrazan sus exigencias con eslóganes bochornosos, con apelaciones al bien público, con planes alternativos que no detallan, con demagogia, esa recurrencia a bancos y banqueros que me recuerda a Sansón y las columnas del templo, todos quieren que la factura la paguen los otros, sus vecinos. No les importaría que la tijera recortase la paga de los jubilados, las prestaciones del paro, las pensiones no contributivas para quedar ellos al margen.


            Llegando arriba, por senderos de barro, donde encuentro un extraordinario profiláctico fermentado, descubro una vista semicircular de la ciudad, el Monasterio del Prado, símbolo del derroche, las exageradas Cortes, el brazo no caído de la catedral. Podía haber sido hermosa pero la pasarela metálica está carcomida por el óxido, los pilares de ladrillo que la soportan están desconchados, las baldosas del piso levantadas, como el asfalto que circunda el parquecillo que da nombre al barrio, que nunca debía haber estado ahí, no hay coches, no puede haberlos, la vía no conduce a ningún sitio, pero así se ha urbanizado esta ciudad, con tanto desprecio hacia sus habitantes y al buen gusto.


             En medio del parque hay un psiquiátrico, no sé cómo será por dentro, si los enfermos estarán bien cuidados, si los médicos están más atentos a las personas que a los caducos manuales -conozco el paño-, pero lo que veo fuera me sume en el pesimismo: la pancarta, la escultura.

            También a mí me tomo el pulso. Parece que late, que despierta, ¿es que acaso no he sido yo mismo en estos pocos años que llevo aquí?

Vuelvo a mi nicho. Llueve.

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