domingo, 2 de diciembre de 2012

Tras la primera helada


            

              Caminar por la vereda del río esta mañana de domingo, después de la primera gran helada, las manos entumecidas dentro de los guantes, la nariz moqueando, caminar sorteando deportistas, hombres con perro, solitarios, hombres arrebujados en mantas bajo los puentes, caminar por encima del lecho de hojas caídas para ver la ciudad más hermosa, abandonada al otoño, distante, distraída, la ciudad que se desnuda en los árboles que se deshojan, que prepara su áspero armazón para los meses ingratos. Se suceden parterres, fuentes, viejas arquitecturas, jardines y rosaledas, playas y zonas descuidadas en la ribera, la ciudad y el otoño se entrelazan con parecida cadencia, un desmoronamiento de lo que pudo haber sido pero nunca fue. El sol aprieta y deshace la escarcha retenida en las ramas, seca las hojas caídas, mueve sombras y troncos, hojas amarillas y verdes, ramas en la leve superficie del agua.

             Nada inquieta en la mañana mi mente vacía, atenta al grito de las urracas, al vuelo de las pocas aves que van quedando, desaparecidas ya las enormes bandadas de estorninos que colonizaban los campos los días pasados. El rumor del tráfico se despereza, pero nada puede inquietar a la mañana encendida.

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