Como la
primera vez. La primera vez de cualquier cosa: abrir los ojos, bajar del
autocar, oír lo inesperado, degustar, rozar con la piel, tocar una mejilla,
poner pie a tierra. Y aún así, cuando se transcribe a otro lenguaje todos los
adjetivos sobran, porque no se nos ocurren otras palabras que adjetivos,
ristras de adjetivos usados, repetidos, ecos de otros ecos. Pero tampoco
podemos callarnos, tenemos que ir y contarlo, no basta con mirar, contemplar en
silencio, ni siquiera cuando estamos solos. Yo, ahora mismo, escribiendo,
tratando de evitar los adjetivos y sin embargo convirtiendo cada frase, cada línea,
en un adjetivo ya visto, ya usado, relamido, cursi, pues hemos hecho de la vida
en común pura zalamería, contaminados por la mala televisión, por los peores
películas, por libros que dejan en los dedos el rastro pegajoso del caramelo.
Pero cómo
disfrutar a solas, cómo no cantar al mundo conectado el momento de singularidad
que uno está viviendo, el momento auténtico del mundo no hollado por pie alguno
antes de que nosotros llegáramos. Pero nunca estamos solos, ni en el lugar más
remoto, y siempre deseamos decir que hemos vivido un momento glorioso, sea el
que sea, el momento inédito que tantos como nosotros han visto u oído o vivido,
creyendo, simulando, que lo estamos disfrutando por vez primera.
Para la
naturaleza no es la primera vez, nunca lo es, si tuviese memoria se moriría de
vergüenza por tanta repetición. Tampoco para los hombres, que aunque tenemos un
poco más de memoria, olvidamos lo justo para no hacer de cada paso un traspiés.
Mejor sería quedarse mudo.

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