
He ido
recogiendo algunas reflexiones que me han interesado, cada una de ellas atribuida a JC, en el caso de J.M.Coetzee, o a PA, en el de Paul Auster.
Sobre el
arte de la escritura:
“No es
infrecuente que los escritores, a medida que envejecen, se cansen de la llamada
poesía del lenguaje y busquen un estilo más desnudo (“el estilo tardío”). El
ejemplo más famoso, supongo, es Tolstói, que en sus últimos años expresó su
desaprobación moral de los poderes de seducción del arte y se limitó a contar
historias que no estuvieran fuera de lugar en el aula de una escuela primaria.
Un ejemplo más elevado nos lo da Bach, que en el momento de morir estaba
trabajando en su Arte de la fuga, que es música pura en el sentido de
que no está vinculada a ningún instrumento en particular”. JC.
“Tolstói es
un buen ejemplo, pero ¿y Joyce? Me parece que al principio su estilo es tardío
(según tu definición, o según la definición de Said) y a medida que pasa de un
libro a otro se hace cada vez más elaborado, complejo, barroco, culminando en
un libro final tan complicado que nadie es capaz de leerlo (lamentablemente).
Pero Joyce murió a los cincuenta y nueve años, y quizá pueda argumentarse que
no vivió lo suficiente para entrar en su etapa tardía (…) Tal vez Henry James
también, cuyos últimos libros, dictados, están llenos de las frases más
tortuosas de la literatura inglesa. Otros escritores, quizá la mayoría de los
autores, me parecen bastante consecuentes de principio a fin: Fielding,
Dickens, Nabokov, Conrad, Roth, Updike, colman los espacios en blanco. Beckett
no, por supuesto, y en paralelo con el Bach tardío, piensa en Matisse tardío y
sus escuetas y sinuosas figuras recortadas. Más despojadas, menos despojadas,
lo mismo. Esas son las tres posibilidades; lo que equivale a decir que cada uno
elige su propio camino. Goya dijo: “En pintura no hay normas”. ¿Hay normas en
la vida del artista”. PA.
“Siendo
esquemáticos, podemos pensar que la vida del artista está dividida en dos o
quizá tres fases. En la primera encuentras, o te planteas a ti mismo, una gran
pregunta. En la segunda te esfuerzas por contestarla. Y luego, si vives lo
bastante, llegas a la tercera fase, en la que esa gran pregunta te empieza a
aburrir y necesitas buscar otras cosas”. JC.
“Mientras
que creo que en los años sesenta y hasta cierto punto en los setenta mucha
gente joven se tomaba la poesía como la guía más fiable que existía para la
vida. Me estoy refiriendo a gente joven de EE UU, pero lo mismo sucedía en
Europa; de hecho, donde más pasaba era en Europa del Este. Hoy día, ¿quién
tiene el poder de dar forma al alma de los jóvenes tal como lo hicieron Brodsky
o Herbert o Enzensberger o (de forma menos clara) Ginsberg?
Me da la impresión de que a finales
de los setenta o principios de los ochenta pasó algo que provocó que las artes
perdieran su papel protagonista de nuestra vida interior (…) Me da la sensación
de que ni escritores ni artistas consiguieron en general salir airosos del
desafío que sufrió su rol protagonista, y que ese fracaso nos ha hecho a todos
más pobres”. JC.
“Leer una
página de Kleist es enfrentarse al hecho de que existe una Primera División de
escritores, que tiene muy pocos miembros y en la que se juega a algo muy
distinto a lo que se juega en la mucho más cómoda Segunda División a la que
estamos acostumbrados: un juego mucho más difícil, más rápido, más inteligente
y donde hay mucho más en liza”. JC.
“Hay algo
que quiero decir aquí sobre los novelistas y sus fuentes de inspiración, que es
que la mitad del tiempo (¿la mayor parte del tiempo?) no les interesa explorar
la esencia única e individual de su modelo, solamente robarle algún detalle o
rasgo peculiar que resulte interesante y se pueda usar: la forma en que el pelo
se le riza por encima de la oreja, su forma de pronunciar la palabra “¡Divino!”
o la forma en que mete las puntas de los pies hacia dentro cuando camina”. JC.
“A
principios de junio, la New York
Times Book Review publicó un artículo del novelista norteamericano Jonathan
Franzen sobre el septuagésimo aniversario de la publicación de El hombre que
amaba a los niños, de Christina Steed. En conjunto muy perspicaz y
provechoso, pero empezaba con el siguiente párrafo, que encuentro muy extraño:
“Existe una serie de razones por las cuales este verano no debe leerse El
hombre que amaba a los niños. Es una novela, en primer lugar; y acaso no
hemos llegado muy en secreto a una especie de acuerdo, hace uno, dos o tres
años, de que las novelas pertenecen a la era de los periódicos y van por el
mismo camino que la prensa solo que a mayor velocidad? Como suele decir un viejo
amigo mío, profesor de inglés, las novelas constituyen una curiosa cuestión
moral, en el sentido de que nos sentimos culpables por no leer más pero también
por hacer algo tan frívolo como leerlas; ¿y no nos sentiríamos todos mejor si
cargáramos con una culpa menos en este mundo?” PA.
“Pero
confieso que no tengo paciencia para la narrativa que no intenta algo que no se
haya intentado ya, preferiblemente con el medio en sí”. JC.
“Gran parte
de la mecánica de la escritura de las novelas, tanto en el pasado como en el
presente, consiste en poner información a disposición de los personajes o bien
en ocultársela, en reunir a gente en la misma habitación o mantenerla separada.
Si de repente todo el mundo tiene acceso a todo el mundo –es decir, acceso
electrónico-, ¿qué pasa entonces con toda esa trama?”. JC.
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