
Pero no
todos los que optan por el modelo muestran la sabiduría del maestro. Como en
toda novela se requiere que la historia contada tenga interés, así como que el
punto de vista del autor sea único, que provoque la sorpresa en el lector, que
lo deslumbre o remueva, además, claro está, que se mantenga el estilo de
principio a fin, de modo, que el lector no levante los ojos de las líneas por
miedo a perder la magia que le atrapa, por miedo a llegar al final donde
estilo, historia y sorpresa se acaban.
No sé si la
historia de Miguel Ángel viajando a Constantinopla un mes de 1506 para atender
una petición del sultán Beyazid para diseñar un puente que una las dos orillas
del Cuerno de Oro, entre la ciudad musulmana recién conquistada al imperio
romano declinante y el barrio latino, o franco, de Pera, sea suficiente motivo
para construir alrededor una novela, no porque la ciudad no sea atractiva, o el
personaje, o el proyecto, sino porque quizá con ello no baste para construir
ese objeto único que debe ser una novela. No se trata de que no pueda haber
novelas excelsas y de ahí abajo otras de menores méritos pero que cumplan con
el deseo del lector de pasar un buen rato, se trata de las expectativas que el
autor genera cuando escribe la primera página, el primer párrafo, la primera
línea, cuando le dice a quien se acerca al libro por primera vez, mira lo que
te ofrezco, no la basura acostumbrada, una novela histórica, una novela
adolescente de vampiros o de magos, una novela de aventuras, una novela
sentimental, una novela criminal, no, lo que yo te ofrezco es arte, y,
entonces, el posible lector mira el título de la pieza, mira el nombre del
autor y le dice, de acuerdo, compro tu libro y lo leo como un objeto preciado,
único, creo en tu promesa de la maravilla que me espera, la que sólo una obra
de arte puede ofrecer.
Y así yo. Si
en las primeras páginas de Habladles de batallas, de reyes y elefantes, parece
que el autor, Mathias Enard, no se va a salir con la suya y sólo por la
brevedad y la concisión sigo adelante, aunque algunos párrafos me pidan cerrar
el libro con urgencia, a medida que las páginas y la lectura avanzan y el
estilo se entrecruza con la historia de Miguel Ángel en la corte del Gran
Turco, con el apoyo del visir Alí Pachá para construir el puente, con Miguel Ángel
sujeto de amor y objeto también él de veneración amorosa, cuando la prosa
concisa sirve a la conspiración que se trama contra él por atreverse en tierra
islámica a construir un puente donde Leonardo no lo había conseguido, el libro
se enciende en la pasión de los personajes y me enciende a mí, lector, que había
comenzado renqueante y acabo pesaroso y dolido por haber menospreciado al autor
y por no haber disfrutado más del festín literario en que la lectura se
convierte.
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