martes, 11 de diciembre de 2012

Habladles de batallas, de reyes y elefantes



            Hay últimamente un tipo de escritura pulida, ornamentada, con frases más bien cortas, bien construidas, con tendencia a la concisión argumental, pero  hacia la expansión del concepto, con párrafos reducidos o capítulos cortos al igual que el número de páginas, que, sin embargo, se detiene en hechos aparentemente banales, en gestos, en detalles que adquieren un significado que desborda su aparente condición, una escritura con voluntad de precisión y de concisión, que abomina de los grandes desarrollos, que viene de Francia, cuyo máximo exponente es Pierre Michon, en Los Once, por ejemplo, al que supongo no tardarán en dar el premio Nóbel, una prosa que se paladea como un vino único al que con un sorbo basta para apreciarlo y disfrutarlo, de la que se agradece la brevedad, un arte que requiere, como en todos, inteligencia y ojo para dar con la historia adecuada y hacerla significativa o ejemplarizante.

            Pero no todos los que optan por el modelo muestran la sabiduría del maestro. Como en toda novela se requiere que la historia contada tenga interés, así como que el punto de vista del autor sea único, que provoque la sorpresa en el lector, que lo deslumbre o remueva, además, claro está, que se mantenga el estilo de principio a fin, de modo, que el lector no levante los ojos de las líneas por miedo a perder la magia que le atrapa, por miedo a llegar al final donde estilo, historia y sorpresa se acaban.

            No sé si la historia de Miguel Ángel viajando a Constantinopla un mes de 1506 para atender una petición del sultán Beyazid para diseñar un puente que una las dos orillas del Cuerno de Oro, entre la ciudad musulmana recién conquistada al imperio romano declinante y el barrio latino, o franco, de Pera, sea suficiente motivo para construir alrededor una novela, no porque la ciudad no sea atractiva, o el personaje, o el proyecto, sino porque quizá con ello no baste para construir ese objeto único que debe ser una novela. No se trata de que no pueda haber novelas excelsas y de ahí abajo otras de menores méritos pero que cumplan con el deseo del lector de pasar un buen rato, se trata de las expectativas que el autor genera cuando escribe la primera página, el primer párrafo, la primera línea, cuando le dice a quien se acerca al libro por primera vez, mira lo que te ofrezco, no la basura acostumbrada, una novela histórica, una novela adolescente de vampiros o de magos, una novela de aventuras, una novela sentimental, una novela criminal, no, lo que yo te ofrezco es arte, y, entonces, el posible lector mira el título de la pieza, mira el nombre del autor y le dice, de acuerdo, compro tu libro y lo leo como un objeto preciado, único, creo en tu promesa de la maravilla que me espera, la que sólo una obra de arte puede ofrecer.

            Y así yo. Si en las primeras páginas de Habladles de batallas, de reyes y elefantes, parece que el autor, Mathias Enard, no se va a salir con la suya y sólo por la brevedad y la concisión sigo adelante, aunque algunos párrafos me pidan cerrar el libro con urgencia, a medida que las páginas y la lectura avanzan y el estilo se entrecruza con la historia de Miguel Ángel en la corte del Gran Turco, con el apoyo del visir Alí Pachá para construir el puente, con Miguel Ángel sujeto de amor y objeto también él de veneración amorosa, cuando la prosa concisa sirve a la conspiración que se trama contra él por atreverse en tierra islámica a construir un puente donde Leonardo no lo había conseguido, el libro se enciende en la pasión de los personajes y me enciende a mí, lector, que había comenzado renqueante y acabo pesaroso y dolido por haber menospreciado al autor y por no haber disfrutado más del festín literario en que la lectura se convierte.

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