lunes, 10 de diciembre de 2012

Estremecimiento



            Si salgo de la historia y miro las frases desde arriba o al bies me doy cuenta de su banalidad, de su insignificancia. “Lo cierto es que más allá del sufrimiento no hay nada, y que en brazos extranjeros intentamos olvidar que pronto habremos desaparecido”.

            Leo al mismo tiempo el libro del antropólogo David Graeber, En deuda, requiere esfuerzo, no el dulce dejarse llevar de Habladles de batallas, de reyes y elefantes, de Mathias Enard, un esfuerzo que no siempre me compensa, no sé por qué, si porque me faltan asideros científicos o por la traducción o porque en el magma en que Graeber se mueve los significados son imprecisos y afirmar algo requiere dar muchas vueltas y verificar muchos datos, así que no es extraño que, hoy mismo, encuentre en esta necrológica del divulgador de astronomía en la BBC, Sir Patrick Moore, la respuesta que a veces soltaba cuando se le preguntaba sobre asuntos de los que no sabía: "¡Simplemente no lo sé".

            Pero al bajar los ojos a la página de nuevo, advierto el encantamiento al que el propio autor se somete: “Encontramos la belleza en terribles batallas, el coraje de los hombres, todo entrará en la leyenda”, con esa irresponsabilidad del autor literario que a nada se debe, excepto, quizá, a la música de sus frases.

            Me gustaría rechazarlo de un manotazo, pero esa música me turba, me incita a proseguir, me dejo resbalar por el suave tobogán de sus frases que no me llevan a ningún sitio, tan sólo al lento deslizarse. “Miguel Ángel es oscuro ante sí mismo”. “Un hombre que se pierde en el vino y el opio se pierde a sí mismo”. Me irritan las frases contundentes, en forma de máximas, “La importancia de un hombre se mide por el poder de sus amigos”. “¿Cuántas obras serán necesarias para traer la belleza al mundo”. “Separados los dos montones de arcilla ya nunca volverán a estar juntos, errarán en el cosmos, guiados por la ilusión de una estrella”.

            Como la frecuencia de una droga, como la continuidad de una atmósfera necesaria para seguir viviendo, las frases me conducen a un estremecimiento del cuerpo, me enardecen, y miro a dos mujeres, una detrás de otra, que pasan ante el banco en el que estoy leyendo, sé que las miro desde un ángulo particular, que las contemplo intoxicado por la prosa, envuelto en la delirante atmósfera, pero sigo su rastro hasta que se alejan de la campana que me rodea.

            “Me quedaré hasta el final de los tiempos con el puñal en la mano, de pie en medio de la noche, sin atreverme a partir ni tampoco a atacarle”, le dice la silenciosa amante a Miguel Ángel dormido, recordando a Judith ante Holofernes.

            Joder, qué final tan hermoso, tan bien contado, aunque todo sea mentira. La bailarina andaluza, que ha sido su compañera de cama, debe dar muerte a Miguel Ángel, obligada por una conspiración; Mesihi, el poeta enamorado del escultor, la ve con la daga levantada y arremete contra ella, ella no ofrece resistencia, se deja arrebatar con facilidad la daga y cae sobre ella, sobre la daga, para que atraviese su pecho. Miguel Ángel despierta por el grito y carga a puñetazos contra el poeta, su salvador, sin entender nada de lo que está pasando. “Mesihi ha salvado a su amado Miguel Ángel, pero el salvador lo ha perdido para siempre”.

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