viernes, 14 de diciembre de 2012

Culpa


De Mathias Enard a Von Schirach. En un caso lo literario es su razón de escribir –la historia apenas importa-, en el otro el asomo de lo literario, los afeites, el ornamento repugnan, quitan verdad a las historias que se van narrando. Del deliquio a la austeridad.

Por casualidad topo con este libro en la mesa de lecturas. Mi primer impulso, después de leer las primeras frases, es dejarlo sobre la mesa, la escritura me parece de una torpeza inusitada, una escritura judicial, burocrática, sin ninguna concesión al lector, a quien gusta lo florido. Escojo por fin este libro descarnado porque el hecho humano en crudo me asalta enseguida, desgarra cada página. Asuntos reales, sacados de la experiencia profesional del autor, un abogado penalista que ejerce en Berlín. Estas historias.

Una fiesta popular donde unos buenos padres de familia, nueve, disfrazados de músicos sobre un escenario, delante de sus mujeres y de sus hijos, asaltan a una chica de 17 años que les lleva una bandeja con cervezas. Todo sucede tras el telón. Llegado el juicio, por la impericia de la policía que no supo salvaguardar las pruebas de adn, no hay manera de saber quiénes se ocultaban detrás de las máscaras.

Una chica y su novio que duermen en la estación. Un hombre mayor les invita a su casa. Cuando la chica se baña el hombre se abalanza sobre ella. Entre los dos lo sumergen hasta que queda inerte. El escritor nos cuenta qué sucedió después.

Un internado. Un grupo de muchachos absorbidos por la historia y los rituales de la secta de los iluminados. Un chico solitario, un anodino, a quien nadie tiene en cuenta, que les sirve de conejillo de indias. Una maestra que descubre las habilidades pictóricas del chico. Un ahorcamiento como rito de iniciación y un accidente fatal que ocasiona una muerte.

Una pareja de recién casados, ella, maestra de primaria, él, representante de mobiliario de oficina, se quieren, disfrutan de la vida, hasta que una chica acude a la policía para acusar al hombre de que siempre le salía al paso cuando volvía de la escuela. Lo condenaron, lo encerraron, la mujer lo abandonó. Al cabo de unos años de vivir en libertad, una tarde, la reconoció en la avenida Kurfürstendamm. Iba con su novio. La siguió otros días. Se agenció un cuchillo de cocina y se sentó en el asiento de detrás, en un autobús urbano. Pero no lo hizo. Acudió al abogado, le contó la historia. El abogado llamó a la joven y le preguntó por qué lo había hecho, por qué le había denunciado.

O aquella otra chica que no llegó a a enterarse de cómo se había convertido en la obsesión de un hombre que la perseguía, la fotografiaba, lo tenía todo preparado, el estuche de disección incluido, para secuestrarla y llevarla al sótano. Un Mercedes se atravesó en su camino, cuando bajaba de su coche para cogerla.

Un control rutinario, una policía primeriza, un coche impoluto, un maletín en el maletero. Dentro unas fotografías que hacen vomitar a la agente. Dieciocho imágenes en color hechas con fotocopiadora láser. Los cuerpos desnudos de once hombres y siete mujeres, empalados. El coche lo conducía un polaco que parecía que no iba a hablar, pero que lo contó todo. Había que acudir a una dirección a entregarlas. Allí fue la policía.

Una mujer que de pronto sufre un extraño colapso, las cosas, la vida, dejan de tener sentido, como si se hubiese vaciado por dentro. Hasta que un día descubre que pequeños robos en tiendas, la adrenalina, le devuelven el corazón que se agita y se desboca. Y llega la policía.

Un hombre que se separa de su mujer porque esta se ha buscado a otro. Le dejó todo, cuando encontró aquella camiseta que no era suya debajo de la cama, el dinero, el coche, hasta el reloj que ella le había regalado. Hasta el trabajo dejó, un buen trabajo. Sólo le quedaban el piso y las borracheras. Pero Hassan decide pagarle mil euros al mes para que le deje hacer sus cosas en la cocina, mezclas, bultos, dos terceras partes de heroína, una de lidocaína. Hasta que los policías reventaron la puerta. Un día una joven mujer polaca, muy guapa, lo visitó en la sala de visitas: no desvió su mirada cuando él la miró a los ojos, ni siquiera cuando abrió la boca para sonreír, mostrando la dentadura sin dientes. Hassan supo que no le iba a denunciar.

Una pareja de gente bien, de amplios recursos. Al cabo de los años, deciden jugar al sexo con otros hombres que dan placer momentáneo a la mujer con el consentimiento del hombre, a condición de mantenerse fieles en lo esencial, de no enamorarse de otros. Hasta que inopinadamente un compañero de colegio aparece en el juego. Al hombre no le parece mal, incluso hablan de tiempos pasados, hasta que una noche ve el parpadeo del móvil de la mujer en la mesita de noche. La historia se complica, interviene el juez, hay un juicio donde las cosas no son como son. Hay una condena.

Una cita en un café de Ámsterdam. Dos alemanes, uno listo y otro gordo, Frank y Atris, y un ruso que cuenta historia de hombres duros n Chechenia. Este ofrece una partida de pastillas fabricadas en un laboratorio de Ucrania. Las prueban con unas chicas que encuentran en una discoteca. Funcionan de maravilla. Hay que hacer el intercambio, el paquete contra 250.000 euros. Frank recogería la droga en Ámsterdam, Atris entregaría el dinero. A Frank le detiene la policía, pero Atris no lo sabe. Atris espera en el piso de Frank, un piso impoluto, moderno. Ha de cuidar de su Maserati, de su dogo y de la llave, mientras espera. Las cosas se complican de mala manera. El perro se traga la llave junto con pedazos de carne. Acude a un veterinario para que le administre un laxante, un ultralaxante. A la vuelta, el perro se desgarra dentro del Maserati, en medio de convulsiones violentas, la tapicería queda destrozada, como el propio Atris embadurnado removiendo la mierda dentro del coche. Pero la llave no está. Acude a un taller de desguace de un primo suyo que intenta sacar la llave de los intestinos del perro a las bravas. Tienen que robar otro Maserati para reponer el destrozado, pero ahí no cuentan con quién puede ser el dueño. Interviene una fría mujer con una pistola que viene a recoger el dinero. El final no lo mejora la mejor película de cine negro. Es el mejor relato del libro. La llave.

Los padres apenas paran en casa, les gusta el bar de la esquina, casi no salen de él. Larissa tiene catorce años, siempre está sola en casa, lo prefiere, porque cuando vienen sus padres con ellos llegan los golpes. Un día el vecino, Lackner, amigo de su padre, llama a la puerta, sacó la navaja y le dijo que se vistiera, que le acompañara a su casa. En la escalera Larissa se arrojó en brazos de la señora Halbert, pidiendo ayuda, pero ella no cerró los brazos para protegerla. No era asunto suyo, declararía.  Larissa engordó, cambió su aspecto, hasta que un día en el baño le salió un objeto bajo el vientre. No sabía que estaba embarazada. El niño se ahogó en la cubeta del retrete. Después de eso hubo un juicio.

Un día se encuentran en la calle dos hombres y dos perros. Los perros se enzarzan primero, los hombres después. Uno de ellos recibe una paliza y a continuación pone una denuncia,  el acusado se llama Turan, Harkan Turan. Lo buscan, la policía da con un Tarun a quien entrega una citación. Tarun era “un hombrecillo delgado, todo huesos y de mejillas hundidas, sin afeitar, desastrado”. Caminaba sobre dos muletas, pero la policía no reparó en ello.

Una pareja que comienza una vida de familia. El progresivo descubrimiento de que uno de los dos es alguien muy distinto del que parecía ser. Una hija que va creciendo. El infierno de la vida en común. Un vecino que ve lo que sucede y se implica. Y un sorprendente veredicto judicial.

Un chico a quien su madre abandona. Su padre se las apaña para llevarlo al instituto. El padre muere, el chico se queda solo. El chico es listo. Hace una fortuna en Japón, después en Lodres y más tarde se retira junto a un lago bávaro. Contrata a una agencia para que busquen a su familia. Su madre se había vuelto a casar y había tenido un hijo. Este chico se queda solo, su vida es peor que mala: hurtos, embriaguez, maltratos, atracos, tráfico de drogas, violencia, muertes. El hermano le ayuda hasta donde puede llegar, porque siempre hay un límite.

La última historia es una humorada. Un loco se presenta en el despacho del escritor, le cuenta sus alucinaciones hasta que Von Schirach se cansa y le lleva a un manicomio. Pero ahí no acaba la historia.

Todas son historia reales. Eso es lo que el escritor dice, que son reales.

No hay comentarios: