sábado, 3 de noviembre de 2012

Ribeira Sacra


           Fuera de la ciudad, el paisaje y la historia. El hombre está ahí como huella, seguramente se ha olvidado de que en el pasado modeló este paisaje: las terrazas que bajan al Sil, los viñedos, hermosísimos en estos días de otoño, con esos colores que perduran después de que el hombre se haya ido. El mosto sigue fermentando, en apenas un mes se probarán los primeros vinos: hay algunos hombres que trabajan en las bodegas; se fueron a América, a La Coruña, a Madrid y han vuelto para recuperar lo que vieron de niños. Aseguran que no vieron nada igual a esta hermosura. Son fantasmas que cruzan la carretera sorteando coches de turistas. No sé si piensan en ello, pero han venido a morir donde fueron niños, a convertirse en huella.


           En las laderas del Sil hay color, brillante, cegador, lujurioso cuando el sol se abre entre las nubes y cae sobre las terrazas como el polvo de Zeus cae sobre Dánae en el cuadro de Tiziano, pero donde mejor se nota el abandono del hombre es en los cenobios de la ribera, San Pedro de las Rocas, Santa Cristina, donde el granito se confunde con el verdín, las tumbas antropomorfas con los charcos, las paredes de sillares con la roca -"aquí hubo una vez hombres rezando", afirman las cartelas aunque todo lo niega- incluso en Santo Estevo, en cuyos sucesivos claustros el agua repica sobre el granito -las almas de los huéspedes del parador absorbidas por la humedad, el silencio y el estrépito de la naturaleza. Somos intrusos en un tiempo que no nos pertenece, pero la geología hace su labor de borrado.


          Si Ourense es paz, la provincia es silencio; hay que esforzarse para escucharlo, el silencio, porque el oído ha perdido la costumbre de oírlo, si alguna vez la tuvo; duelen los oídos de no oír nada. Salir de la autopista y entrar en este lugar imaginario es salir del tiempo.


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