No sé qué
vamos buscando cuando nos alejamos de nuestra ciudad unos días o unas semanas.
Muchas cosas entran en juego, quizá gratificaciones que la vida diaria no nos
ofrece, quizá poder comparar nuestro tiempo con el paisaje antiguo desaparecido
o con espacios sociales menos afortunados que los nuestros, o eso creemos o
queremos creer. También hablar con gente que nos escuche al tiempo que damos
oportunidad de hacerlo a gentes que no tienen ocasión de hablar con extraños.
Nos
extasiamos ante las panorámicas generales, ante la labor geológica, o ante los
detalles que dejaron los canteros en los frisos de piedra o en los capiteles,
ante las obras que se van desmoronando. No hace falta ser especialistas, cada
uno tiene sus necesidades o sus huecos que trata en vano de colmar. El furor
por las listas, por las colecciones: ciudades, países, parques naturales,
monumentos, el románico palentino, la Ribeira
Sacra. Aunque siempre, por encima de todo, esperamos la
sorpresa humana, o eso creo, que alguien nos de aquello que nos falta.
Como digo, estos valles de Orense parecen perdidos, en fase de ser deshabitados, huellas
de un tiempo en el que ahora encontramos encanto aunque debió ser muy dura la
vida de los hombres en los siglos pasados: esas maravillosas terrazas donde se
extiende el otoño amarillo, verde y ocre fueron lugares de trabajo bruto, donde
se arrastraron piedras para construir las paredes que retenían el bancal, donde
se trabajaban los viñedos casi verticales para producir unos pocos kilos de
uva.
O esos
cenobios apartados, con vistas al río, maravilloso paisaje confundido entre los
árboles y los matojos, desdibujados por la lluvia. ¿De qué vivía esta gente si
la escasa tierra retenida en la abrupta ladera que cae a pico sobre el Sil o sobre el
Miño no podía producir gran cosa?, ¿era fe lo que les movía para apartarse de
la mínima civilización? Quedan los signos contradictorios en las imágenes que
poco nos dicen sobre la vida interior, sobre los impulsos vitales. Qué les movía.





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