Iglesias, monasterios.
San Pedro
de Rocas, humedad y sepulcros encharcados, el más antiguo; Santa Cristina, al que sus escasos
monjes debieron amar pues escogieron vivir en entorno tan extraordinario y
trabajaron la piedra con tanto esmero, no así las gentes de este siglo que destrozan escalones de madera, vidrios protectores.
San Estevo de Ribas do Sil,
tan cómodo si lo comparamos con los cenobios de los alrededores, tanto como
para convertirse en parador y ofrecer al estresado turista silencio y vistas,
vistas hacia los tres claustros interiores y vistas al río, que ondula abajo, escarbando
en la montaña.
Del lado
lucense, las iglesias escondidas entre viñedos como San Vicente de Pombeiro o
la del Mosteiro cisterciense de Ferreira, habitado aún por Bernardas, una de
las pocas iglesias que se pueden ver porque las gentes del lugar se hacen los distraídos
cuando se les pide las llaves; sorprenden la variedad de capiteles, y modillones y el artesonado de la
cubierta.

San Fiz de
Cangas, donde la guardesa nos recibe motosierra en ristre, modo Texas, y
ninguna amabilidad; San Miguel de Eiré, resto de otro antiguo cenobio, y
probablemente la joya del románico rural gallego, llena de canecillos en el
ábside y en los muros, la arquivolta de la puerta norte con once claveles
todos
diferentes y un cordero pascual.
Santo Estevo de Ribas de Miño, pareja de la Igrexa de San Paio de Diamondi, otro monumento del románico gallego, construida sobre la ladera que cae sobre el Miño, tal parece que ella misma vaya a caer. En la portada que mira al río ocho columnas sustentan cuatro arquivoltas; en los capiteles, motivos vegetales, dragones que muerden sus colas y arpías.









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