martes, 13 de noviembre de 2012

La herida de Spinoza



            Qué es eso que nos tiene permanentemente insatisfechos, impotentes mejor, porque siempre impelidos a conseguir más, a apoderarnos de más cosas, a aumentar nuestro dominio sobre las cosas y sobre los demás, nunca quedamos satisfechos porque no hay manera de conseguirlo todo, de alcanzar una cima desde la que contemplar el mundo a nuestros pies. Qué es eso que nos mueve y nos inquieta desde que emergemos al mundo, desde que tomamos conciencia de nosotros, de nuestra identidad, desde que intuimos o sabemos como viejas, inútiles, las resistencias a nuestra voluntad, desde que encontramos en nosotros una voluntad de poder sin límite. Qué nos impulsa a no aceptar las obligaciones, las normas de una Autoridad que ceñía la vida de nuestros antepasados, a no aceptar incluso los límites que la Naturaleza impone, o parece imponer a nuestro cuerpo, a querer sobrepasar sus límites hasta el punto de pensar que es posible derrotarlos: la enfermedad, la vejez, la muerte. Una ambición que sin embargo, si nos detenemos un instante, nos hace pensar que no somos felices, que a medida que aumenta nuestro poder también aumenta nuestra infelicidad. Qué constituye nuestra entidad de individuos modernos.

            Quién, qué puede dar cuenta de esa impotente omnipotencia. No los mundos cerrados donde el sereno y quieto ajustarse a la Naturaleza ofrecían el marco a una vida limitada pero feliz, tampoco el espejo de perfección en el que mirarnos o integrarnos que nos ofrecía el Absoluto de las religiones. Ni las ideologías que han pretendido sustituir a la religión. Hemos aprendido a ver sus fallas, la falsa conciencia que apantallaba el mundo, los efectos desastrosos sobre éste: la historia del siglo XX. Qué sucede pues al final de las ideologías, en qué marco pensamos y vivimos, qué puede dar cuenta de nuestra omnipotente insatisfacción.

            Algo debe de haber, una estructura, un marco, una explicación y un impulso, una constitución que ha cambiado nuestra concepción del mundo y nuestra forma de actuar, que nazca de ese descreimiento, de un escepticismo hacia todas las formas antiguas de organizar el mundo, del rechazo de nuestra dependencia de la Naturaleza y de Dios, que nace de nuestra voluntad de poder, de nuestra sed de omnipotencia. Cómo llamar a eso que ya no es ideología ni religión, que no las necesita puesto que nuestra mirada lo contempla todo y todo creemos tenerlo a nuestro alcance. Una fe ciega en nuestro poder a la que entregamos nuestra vida, un impulso que gobierna nuestra vida toda, incluidos los afectos, la esperanza y el miedo, pero también el amor. Pero no ya aquel amor que implicaba lealtad, compromiso, solidaridad, sino un amor sometido a nuestra necesidad de dominio, nunca por encima de éste. Cómo explicar si no la fluidez de las relaciones contemporáneas, su falta de solidez, la promiscuidad, el imperio del individuo tan poco permisivo.

            ¿Y si esa forma de organizarnos, esa estructura o marco que nos subyace fuese el odio, no el odio como pasión, afecto antiguo, un odio frío desprovisto de sensibilidad que naciera de nuestra necesidad de omnipotencia, de nuestra necesidad de eliminar obstáculos, rivales, enemigos de nuestro emponderamiento, puesto que queremos destruir aquello que disminuye nuestra capacidad? Sí, a condición de que se mantenga oculto, invisible, a condición de que genere formas armónicas de convivencia, a condición de que se transfigure y aparezca como lo contrario de lo que es.

            La modernidad, ese impulso que nació con Bacon y con Descartes y con la Ilustración habría creado un mundo sin mundo, nacido de la voluntad, un mundo que a medida que desacreditaba las viejas formas de estar en el mundo creaba un mundo virtual nacido de la omnipotencia del individuo, emancipado de la naturaleza, que renuncia a la comunidad de creyentes, que no acepta ningún límite, cuyas relaciones con los demás se miden en el mercado, el mundo del capitalismo. Que tendría su configuración última en el mundo virtual que sustituye la analogía, última referencia a la naturaleza, por el nuevo lenguaje digital, mera abstracción sin referencia. Atomización, competencia destructiva, odio. Una estructura sublimada en otras superficiales que aparentan solidaridad, derechos humanos, armonía, diferencias.

            Cómo salir de ese círculo, cómo escapar a las relaciones de mercado, ¿es posible, como señalaba Spinoza, pensar la quietud en un universo en aceleración constante, la posibilidad de recuperar la naturaleza una vez que se ha tomado conciencia de que se ha producido una ruptura con ella?, ¿es posible encontrar una brecha en que los afectos, el amor, no estén tomados por las relaciones de poder?, ¿es posible ser feliz ahora?

            ¿Hay algún modo de conciliar la voluntad de infinito con la felicidad? En el mundo moderno el hombre siempre quiere más, más cosas, más poder, un ansia de poder que se acrecienta pero que nunca se agota; una felicidad que nunca es completa porque el poder nunca es completo por lo que produce insatisfacción, frustración, infelicidad. Los antiguos podían ser felices porque tenían conciencia de dónde estaba el límite, impuesto por la naturaleza o por Dios, pero la modernidad se caracteriza por la impugnación del límite. ¿Estamos por tanto condenados a la infelicidad? Vicente Serrano, en La herida de Spinoza, cree que no. Para demostrarlo recurre a la Ética de Spinoza, el único filósofo moderno, que aceptando el marco de la modernidad que acababa de forjar Descartes, implanta la conciencia del límite en el propio lugar de voluntad de omnipotencia moderna.

            La herida de Spinoza hace referencia a una queja del neurocientífico Damasio que en su libro, En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y de los sentimientos, un elogio del filósofo, del que, sin embargo, le exaspera la tranquila certeza con que se enfrenta al dolor y la muerte como fenómenos biológicos naturales y los acepta con ecuanimidad, sin sentirse descontento ante ellos.
            «Alprincipio de este libro, describí a Spinoza como a la vez brillante y exasperante. Las razones por las que lo considero brillante son evidentes. Pero una razón por la que lo considero exasperante es la tranquila certeza con la que se enfrenta a un conflicto que la mayoría de la humanidad todavía no ha resuelto: el conflicto entre la opinión de que el sufrimiento y la muerte son fenómenos biológicos naturales que hemos de aceptar con ecuanimidad (pocas personas cultas pueden dejar de ver la sabiduría de hacerlo así) y la inclinación no menos natural de la mente humana a chocar con dicha sabiduría y sentirse descontento con ella. Queda una herida, y me gustaría que no fuera así. Y es que prefiero los finales felices» (En busca de Spinoza. Neurobiología de las emociones y los sentimientos, Damasio, 2005: 258).



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