Qué es eso
que nos tiene permanentemente insatisfechos, impotentes mejor, porque siempre
impelidos a conseguir más, a apoderarnos de más cosas, a aumentar nuestro
dominio sobre las cosas y sobre los demás, nunca quedamos satisfechos porque no
hay manera de conseguirlo todo, de alcanzar una cima desde la que contemplar el
mundo a nuestros pies. Qué es eso que nos mueve y nos inquieta desde que
emergemos al mundo, desde que tomamos conciencia de nosotros, de nuestra
identidad, desde que intuimos o sabemos como viejas, inútiles, las resistencias
a nuestra voluntad, desde que encontramos en nosotros una voluntad de poder sin
límite. Qué nos impulsa a no aceptar las obligaciones, las normas de una
Autoridad que ceñía la vida de nuestros antepasados, a no aceptar incluso los
límites que la Naturaleza
impone, o parece imponer a nuestro cuerpo, a querer sobrepasar sus límites
hasta el punto de pensar que es posible derrotarlos: la enfermedad, la vejez,
la muerte. Una ambición que sin embargo, si nos detenemos un instante, nos hace
pensar que no somos felices, que a medida que aumenta nuestro poder también
aumenta nuestra infelicidad. Qué constituye nuestra entidad de individuos
modernos.
Quién, qué
puede dar cuenta de esa impotente omnipotencia. No los mundos cerrados donde el
sereno y quieto ajustarse a la
Naturaleza ofrecían el marco a una vida limitada pero feliz, tampoco
el espejo de perfección en el que mirarnos o integrarnos que nos ofrecía el
Absoluto de las religiones. Ni las ideologías que han pretendido sustituir a la
religión. Hemos aprendido a ver sus fallas, la falsa conciencia que apantallaba
el mundo, los efectos desastrosos sobre éste: la historia del siglo XX. Qué
sucede pues al final de las ideologías, en qué marco pensamos y vivimos, qué
puede dar cuenta de nuestra omnipotente insatisfacción.
Algo debe
de haber, una estructura, un marco, una explicación y un impulso, una
constitución que ha cambiado nuestra concepción del mundo y nuestra forma de
actuar, que nazca de ese descreimiento, de un escepticismo hacia todas las
formas antiguas de organizar el mundo, del rechazo de nuestra dependencia de la Naturaleza y de Dios,
que nace de nuestra voluntad de poder, de nuestra sed de omnipotencia. Cómo
llamar a eso que ya no es ideología ni religión, que no las necesita puesto que
nuestra mirada lo contempla todo y todo creemos tenerlo a nuestro alcance. Una fe
ciega en nuestro poder a la que entregamos nuestra vida, un impulso que
gobierna nuestra vida toda, incluidos los afectos, la esperanza y el miedo,
pero también el amor. Pero no ya aquel amor que implicaba lealtad, compromiso,
solidaridad, sino un amor sometido a nuestra necesidad de dominio, nunca por
encima de éste. Cómo explicar si no la fluidez de las relaciones
contemporáneas, su falta de solidez, la promiscuidad, el imperio del individuo
tan poco permisivo.
¿Y si esa
forma de organizarnos, esa estructura o marco que nos subyace fuese el odio, no
el odio como pasión, afecto antiguo, un odio frío desprovisto de sensibilidad
que naciera de nuestra necesidad de omnipotencia, de nuestra necesidad de
eliminar obstáculos, rivales, enemigos de nuestro emponderamiento, puesto que
queremos destruir aquello que disminuye nuestra capacidad? Sí, a condición de
que se mantenga oculto, invisible, a condición de que genere formas armónicas
de convivencia, a condición de que se transfigure y aparezca como lo contrario
de lo que es.
La
modernidad, ese impulso que nació con Bacon y con Descartes y con la Ilustración habría
creado un mundo sin mundo, nacido de la voluntad, un mundo que a medida que
desacreditaba las viejas formas de estar en el mundo creaba un mundo virtual
nacido de la omnipotencia del individuo, emancipado de la naturaleza, que
renuncia a la comunidad de creyentes, que no acepta ningún límite, cuyas
relaciones con los demás se miden en el mercado, el mundo del capitalismo. Que
tendría su configuración última en el mundo virtual que sustituye la analogía,
última referencia a la naturaleza, por el nuevo lenguaje digital, mera
abstracción sin referencia. Atomización, competencia destructiva, odio. Una
estructura sublimada en otras superficiales que aparentan solidaridad, derechos
humanos, armonía, diferencias.
Cómo salir
de ese círculo, cómo escapar a las relaciones de mercado, ¿es posible, como
señalaba Spinoza, pensar la quietud en un universo en aceleración constante, la
posibilidad de recuperar la naturaleza una vez que se ha tomado conciencia de
que se ha producido una ruptura con ella?, ¿es posible encontrar una brecha en
que los afectos, el amor, no estén tomados por las relaciones de poder?, ¿es
posible ser feliz ahora?
¿Hay algún
modo de conciliar la voluntad de infinito con la felicidad? En el mundo moderno
el hombre siempre quiere más, más cosas, más poder, un ansia de poder que se
acrecienta pero que nunca se agota; una felicidad que nunca es completa porque
el poder nunca es completo por lo que produce insatisfacción, frustración,
infelicidad. Los antiguos podían ser felices porque tenían conciencia de dónde
estaba el límite, impuesto por la naturaleza o por Dios, pero la modernidad se
caracteriza por la impugnación del límite. ¿Estamos por tanto condenados a la
infelicidad? Vicente Serrano, en La herida de Spinoza, cree que no. Para
demostrarlo recurre a la Ética de Spinoza, el único filósofo moderno,
que aceptando el marco de la modernidad que acababa de forjar Descartes,
implanta la conciencia del límite en el propio lugar de voluntad de
omnipotencia moderna.
La herida
de Spinoza hace referencia a una queja del neurocientífico Damasio que en su
libro, En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y de los
sentimientos, un elogio del filósofo, del que, sin embargo, le exaspera la tranquila certeza con que
se enfrenta al dolor y la muerte como fenómenos biológicos naturales y los
acepta con ecuanimidad, sin sentirse descontento ante ellos.
«Alprincipio de este libro, describí a Spinoza como a la vez brillante y exasperante. Las razones por las que lo considero brillante son evidentes. Pero una razón por la que lo considero exasperante es la tranquila certeza con la que se enfrenta a un conflicto que la mayoría de la humanidad todavía no ha resuelto: el conflicto entre la opinión de que el sufrimiento y la muerte son fenómenos biológicos naturales que hemos de aceptar con ecuanimidad (pocas personas cultas pueden dejar de ver la sabiduría de hacerlo así) y la inclinación no menos natural de la mente humana a chocar con dicha sabiduría y sentirse descontento con ella. Queda una herida, y me gustaría que no fuera así. Y es que prefiero los finales felices» (En busca de Spinoza. Neurobiología de las emociones y los sentimientos, Damasio, 2005: 258).

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