Empecé a
leer estos dos libros con la emoción que procura el pensar que vas a aprender algo
nuevo, que, aunque te suene el tema del que tratan, el disfrute va a llegar del
enfoque, de los puntos de vista nuevos que te van a sorprender, en suma, del goce que produce
el conocimiento. Y, en efecto, de eso van los dos, de la comezón del
conocimiento que ha picado al hombre desde que despertó a la inteligencia.
Sin
embargo, cierro ambos decepcionado, con una cierta irritación, menos por los
autores antiguos de que tratan como por sus presentadores modernos. En el caso
del Fedón, la impresión es que tengo delante a un supersticioso que
utilizando las armas de la razón, y de la dialéctica, defiende cosas que ahora
nos resultan lejanas, irracionales, aburridas, por la carencia de su actual
vigor. Como nos resultan los libros de ovnis, de aparecidos, de milagros
marianos o de la vida después de la muerte que al fin es de lo que trata este
libro: de los argumentos a favor de la inmortalidad del alma. No es de extrañar
que durante siglos, a pesar del atractivo de la prosa de Platón, de su claridad,
el filósofo haya sido preterido en favor de otros. Qué nos pueden decir, hoy, sus
teorías sobre la reminiscencia, la transmigración o la reencarnación de las
almas. Lo que salva al libro y hace que no pierda del todo el interés es el
relato de las últimas horas de Sócrates antes de que se envenenara con cicuta. Aunque
el comentarista actual se encarga de demostrar que en realidad lo que Platón recoge no
son las palabras de su maestro –al fin y al cabo, el propio Platón no estuvo
presente en el trance mortal y escribe de oídas- sino su enseñanza del desdén por la muerte que el filósofo, cualquier filósofo ha de practicar, pues el temor a perder la vida es
cosa de gente simple y, al contrario, el sosiego y hasta la alegría ante ese trance
es propia del hombre cultivado que sabe que la vida verdadera es aquella que comparte con hombres mejores que los de la vida real, y con los propios dioses, y que es la que llega después de la muerte. Otra cosa que me molesta es el afán del
comentarista moderno por desentrañar hasta el último detalle del texto clásico,
como si temiera que los lectores simples fuesen incapaces de entender y hubiere
de darles todo masticado, lo que en cada párrafo se dice, lo que cada palabra o
referencia esconde, aún en el caso de la prosa platónica que como digo es clara
e inteligible a la primera.
Algo
parecido sucede, aunque agravado, con Introducción a la filosofía medieval.
Pensaba, según lo iba catando y me preparaba para el disfrute, que como anuncia
el título el comentador de esta obra me haría un buen resumen de los autores y
escuelas de la filosofía del medievo, que me hablaría de los grandes autores,
pero por más que protesta contra las descalificaciones que han recibido en los
siglos posteriores los filósofos medievales, el autor no hace nada por desacreditarlas, como, por
ejemplo, la opinión de Hegel que afirmaba que “el escolasticismo, visto en
conjunto, es una bárbara filosofía del entendimiento sin ningún contenido real,
una filosofía que no suscita en nosotros ningún interés verdadero”. Y es que el
autor, comentador como digo, se limita a mencionar esta y otras escuelas, a
repetir una y otra vez lo muy valiosos que fueron los filósofos del periodo islámico,
confeccionando, eso sí, una larga lista de autores andalusíes, pero sin entrar
en materia, sin actualizar su pensamiento, si eso es posible, sin presentarnos
sus diferencias. Parece que el método de aquellos filósofos tan zaheridos se le
haya pegado al comentador moderno y no se libre de su mal: el libro hace
listas, habla de fuentes y traducciones, alaba la presencia de aquellos autores
en Internet, como si el trabajo de exhumación fuese, al fin, la labor del filósofo
actual que se implique en estos temas. En fin, que la fruición queda postergada
para mejor ocasión.

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