miércoles, 19 de septiembre de 2012

Traición, de Harold Pinter, en el Galileo




            El juego de Harold Pinter en esta obra consiste en buscar las pequeñas decisiones, las malas o equívocas o torcidas palabras, las falsas o engañosamente pronunciadas promesas que llevan a que la relación entre dos personas se pudra y termine por quebrarse como un leño que se desmigaja. En el escenario del Galileo, tres personajes, la mujer, su marido y su amante, representan escenas de momentos que a lo largo de nueve años van desvelando para el espectador y han ido ofuscando a los personajes el tejido de la comedia. La obra avanza hacia atrás, desde 1993 a 1984 -en la versión traslada la acción a Madrid-, desde el momento en que la mujer decide poner fin a su relación con el amante hasta aquel en que comenzaron a acostarse juntos a espaldas del marido y amigo íntimo. Podría parecer un artificio el hecho de montar la pieza hacia atrás, pero no lo es, porque tan importante es saber cuáles fueron las pequeñas traiciones como saber en qué momento se produjeron, porque a la par de la relación amorosa se mantiene la amistosa entre el marido y el amante, que mientras manifiestan su amistad ocultan el uno al otro lo que saben de su relación con la mujer.

            Un alargado escenario en medio de dos graderíos acerca los actores a los espectadores que casi pueden tocarlos. Pero el concepto minimalista: unos pocos muebles, una cama, una pequeña mesa, unas sillas y los pequeños enseres que cambian tras cada escena, desapareciendo en unas cajas  que quedan a la vista en unas estanterías, los alejan. Como aleja a los actores de los espectadores próximos el escaso decorado que acompaña a los diálogos y réplicas vivaces que van dando cuenta de las pequeñas traiciones y humillaciones a los que unos personajes creen tener derecho y otros acepan hasta que se sobrepasa el límite. Los trajes grises y negros contrastan con el inmaculado blanco del fondo que los envuelve. Las interpretaciones son igualmente minimalistas, personajes que parecen sacados de la vecina exposición de Hopper. Las palabras brotan de seres muertos o a punto para la extinción. Especialmente adusta en la expresión Cecilia Solaguren, a la que parece costarle pronunciar las frases, y algo más expresivo pero con parecidas dificultades verbales Will Keen, en este caso por su procedencia angloparlante. Más expresivo es Alberto San Juan que parece cargar con la representación del hombre común, timorato, conservador, incapaz para el compromiso, egoísta, banal, dispuesto a aceptar que la vida no es sea más que la lenta preparación a la muerte.

            Harold Pinter sacó los datos para la obra de una experiencia personal que duró siete años y que escribió en 1978.

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