El juego de
Harold Pinter en esta obra consiste en buscar las pequeñas decisiones, las
malas o equívocas o torcidas palabras, las falsas o engañosamente pronunciadas
promesas que llevan a que la relación entre dos personas se pudra y termine por
quebrarse como un leño que se desmigaja. En el escenario del Galileo, tres
personajes, la mujer, su marido y su amante, representan escenas de momentos que
a lo largo de nueve años van desvelando para el espectador y han ido ofuscando a los personajes el tejido de la comedia. La obra avanza hacia atrás, desde
1993 a 1984 -en la versión traslada la acción a Madrid-, desde el momento en que la
mujer decide poner fin a su relación con el amante hasta aquel en que
comenzaron a acostarse juntos a espaldas del marido y amigo íntimo. Podría
parecer un artificio el hecho de montar la pieza hacia atrás, pero no lo es,
porque tan importante es saber cuáles fueron las pequeñas traiciones como saber
en qué momento se produjeron, porque a la par de la relación amorosa se
mantiene la amistosa entre el marido y el amante, que mientras manifiestan su
amistad ocultan el uno al otro lo que saben de su relación con la mujer.
Un alargado
escenario en medio de dos graderíos acerca los actores a los espectadores que
casi pueden tocarlos. Pero el concepto minimalista: unos pocos muebles, una
cama, una pequeña mesa, unas sillas y los pequeños enseres que cambian tras cada
escena, desapareciendo en unas cajas que
quedan a la vista en unas estanterías, los alejan. Como aleja a los actores de
los espectadores próximos el escaso decorado que acompaña a los diálogos y réplicas
vivaces que van dando cuenta de las pequeñas traiciones y humillaciones a los
que unos personajes creen tener derecho y otros acepan hasta que se sobrepasa
el límite. Los trajes grises y negros contrastan con el inmaculado blanco del
fondo que los envuelve. Las interpretaciones son igualmente minimalistas,
personajes que parecen sacados de la vecina exposición de Hopper. Las palabras
brotan de seres muertos o a punto para la extinción. Especialmente adusta en
la expresión Cecilia Solaguren, a la que parece costarle pronunciar las frases, y algo más expresivo pero con parecidas dificultades verbales Will
Keen, en este caso por su procedencia angloparlante. Más expresivo es Alberto
San Juan que parece cargar con la representación del hombre común, timorato,
conservador, incapaz para el compromiso, egoísta, banal, dispuesto a aceptar que la vida no es sea más que la
lenta preparación a la muerte.
Harold
Pinter sacó los datos para la obra de una experiencia personal que duró siete
años y que escribió en 1978.
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