jueves, 20 de septiembre de 2012

Hopper en el Tyssen


            No hay como zascandilear por una exposición que pretenda abarcar la vida de un artista para comprenderlo. Un cuadro, o varios, si no hablamos de una obra maestra, no vale por sí mismo o produce una impresión pasajera o incompleta. La exposición que el Tyssen ha dedicado a Hopper ha sido extraordinaria. Ahí estaban todas sus etapas creativas, el origen de su visión particular.

            El Hopper que ha deslumbrado es ese mirón que exhibe cuerpos tendidos al sol del atardecer o personajes de interiores, donde lo que importa no es si están atareados o no, sino su ensimismamiento -si esa es la palabra, más bien diría yo vacío interior- o la falta de diálogo con sus semejantes si están en compañía, sin dedicarse una mirada o una palabra.

            Comenzó siendo un ilustrador, un grabador con Goya a la vista, aprendió orden, limpieza, composición en la escuela de bellas artes y tuvo su primer trabajo haciendo portadas para revistas ilustradas. Aprendió a mirar y nos convirtió en mirones. Se comprende el embobamiento de Hitckock ante sus cuadros. Psicosis, La ventana indiscreta. Los interiores de Hopper no tienen que ver con los interiores holandeses –aunque la presencia de Vermeer, y de Rembrandt, es insoslayable: estos exhiben la riqueza y estatus social de la burguesía triunfante, Hopper nos ofrece la atracción por la decadencia del hombre, nos ofrece sin pagar a cambio, sin sentimiento de culpa, lo que tanto nos gusta, meter las narices, los ojos, en la casa del vecino, para ver su ruina moral. En realidad el consuelo de ver que nuestra propia ruina es general.


            Le costó triunfar -a quién no-, que le reconociesen su singularidad, si la tenía. Pasó por París, también vio a Velazquez en El Prado, y supo qué era el realismo, y aprendió qué era lo moderno. Si uno ve los cuadros de lo pintores americanos anteriores, pasa como con los pintores catalanes del XIX -también muchos españoles-, lo que ve es un realismo de campanario, rural, simple, el que atraía a la burguesía naciente, poco cultivada. Hopper aporta modernidad, una mezcla de impresionismo –el color, la luz de amaneceres y atardeceres- y expresionismo -Eduard Munch es un referente agobiante en Hopper- añadiendo limpieza, depuración, líneas y orden en la composición y colores cada vez más planos y puros. En seguida se ve hacia dónde va a derivar esa tendencia en América: al expresionismo abstracto, Arshile Gorky, Mark Rothko. Ahí está por ejemplo esa “Puesta de sol ferroviaria”, de 1929, a la que poco le falta, con sus colores palpitantes –amarillos, rojos, verdes-, con el firmamento convertido en lienzo vibrante, para llegar a Rothko, si no fuese porque el tema de H. es la presencia humana, guarecida tras una caseta ferroviaria.

            Hay un doble movimiento en la pintura de Hopper que parece contradictorio, huye de cualquier barroquismo y se vuelca en el realismo. Porque su tendencia a la simplificación formal: líneas, orden, color, es para que mejor resalte lo que nos atrae e imanta en sus cuadros: los hombres solitarios, vacíos, aislados, en medio de colores brillantes, que visten trajes lujosos y modernos en cuerpos estirados, con caras de palo. Es como si Hopper hubiese redescubierto el hieratismo en pintura -aunque Munch y los expresionistas alemanes lo redescubrieron antes que él. Hopper exige una mirada contemplativa, igualmente estática que la suya -en muchos cuadros sitúa a sus personajes en salas de teatro, o en el interior de un vagón, o en las butacas de una sala de estar leyendo el periódico o acariciando las teclas de un piano, siempre solos, siempre mudos. No hay conversación entre esos personajes, incluso cuando representa una conversación en un vagón de tren (Noche en el tren elevado), los hombres y las mujeres de Hopper no se dicen nada, ni se miran.

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