lunes, 17 de septiembre de 2012

La ciudad y la multitud



            Uno empieza a hacerse con una ciudad cuando deja de frecuentar las cañadas por donde pasan los turistas, cuando empieza a sentir una especie de terror al ver desde lejos a la multitud invadir la calzada. Ocurre con los adolescentes y sus botellones los fines de semana, en las plazas, no siempre céntricas; peor aún, con esa moda ridícula y patética de jóvenes, y no tanto, celebrando despedidas de solteros –los británicos en las Ramblas se está convirtiendo en un lugar común; o con los sindicalistas entrando en trompa durante un día entero por avenidas y plazas como en los pueblos antiguos entraba el vecindario en la casa de un finado para brindar con disimulada alegría por su tránsito al otro mundo. La piqueta va derribando las tapias entre lo privado y lo público, no sólo en los salones de colonia barata como Telecinco, en las mismas calles, antes lugar neutro y amable de encuentro y saludo. 

            Este fin de semana, por ejemplo, era difícil remolonear por el centro de Madrid, invadido por las camisetas y las banderas rojas de los sindicatos –había pocas camisetas de otro color-, las plazas que anudan la Castellana llenas de autobuses andaluces, la propia avenida por donde desfilaban los sindicalistas andaluces con aire festivo, con sus cámaras de fotos, sus bocadillos, sus cartelones -“Las putas al poder, porque sus hijos ya están en él”- en filas nada prietas, con enormes espacios vacíos entre ellas; y a mediodía, difícil encontrar un hueco en los restaurantes y bares de tapas de los alrededores, también invadidos por las camisetas rojas sindicalistas andaluzas, los jarrones de cerveza resbalando por la barra a gran velocidad.

            Si puedes pasar de Sol y la Plaza Mayor, si por una vez eres capaz de saltarte la visita al Prado o al Reina Sofía es que estás dejando de ser un turista y la ciudad está comenzando a ser tuya, aunque sea porque te desplazas a la fuerza en busca de aire para respirar. 

             Peor es cuando la invasión de la calzada se produce para imponerte un eslogan, un estado de ánimo, un sentimiento que tienes que tener para poder seguir viviendo donde siempre has vivido. El puñado de hombres –muchos, siempre son muchos, cientos, millones, dicen, aunque la mayoría de la población no esté ahí- que grita con una sola voz y un único eslogan –no se producen contradicciones o disidencias en esas manifestaciones masivas, no están permitidas- te exige que seas como ellos si quieres seguir viviendo en el mismo lugar. La diada catalana, el maleable pueblo y el pueblo abandonado. Esto recuerda Sebastian Haffner -Historia de un alemán- de los días en que los nazis subieron al poder:
            “En lo que respecta a los líderes socialdemócratas, su traición a millones de pequeños ciudadanos decentes, partidarios fieles y ciegamente leales, ya había comenzado el 20 de julio de 1932, cuando Severing y Grzesinski «cedieron a la violencia». Asimismo, los socialdemócratas llevaron a cabo la campaña electoral de 1933 de una forma en extremo humillante, dejándose arrastrar por los eslóganes nazis y subrayando su condición de «también-nosotros-somos-nacionalistas». El 4 de marzo, un día antes de las elecciones, Otto Braun, presidente de Prusia y «hombre fuerte» de los socialdemócratas, cruzó la frontera suiza; había tomado la precaución de adquirir una casita en Tessin. En mayo, un mes antes de su disolución, los socialdemócratas llegaron al punto de prestar un apoyo unánime al gobierno de Hitler y de entonar el himno de Horst Wessel en el Reichstag (en el informe parlamentario figura la siguiente observación: «Ovaciones interminables y aplausos en la cámara y en las tribunas. El canciller del Reich también aplaude vuelto hacia los socialdemócratas»). 
            El PSC (el PSOE) ha incumplido el contrato político y la obligación moral de defender la causa de aquellos a quienes se había comprometido a representar. «También-nosotros-somos-nacionalistas».

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