Uno
empieza a hacerse con una ciudad cuando deja de frecuentar las cañadas por
donde pasan los turistas, cuando empieza a sentir una especie de terror al ver
desde lejos a la multitud invadir la calzada. Ocurre con los adolescentes y sus
botellones los fines de semana, en las plazas, no siempre céntricas; peor aún,
con esa moda ridícula y patética de jóvenes, y no tanto, celebrando despedidas
de solteros –los británicos en las Ramblas se está convirtiendo en un lugar
común; o con los sindicalistas entrando en trompa durante un día entero por avenidas
y plazas como en los pueblos antiguos entraba el vecindario en la casa de un
finado para brindar con disimulada alegría por su tránsito al otro mundo. La
piqueta va derribando las tapias entre lo privado y lo público, no sólo en los
salones de colonia barata como Telecinco, en las mismas calles, antes lugar
neutro y amable de encuentro y saludo.
Este fin de semana, por ejemplo, era
difícil remolonear por el centro de Madrid, invadido por las camisetas y las
banderas rojas de los sindicatos –había pocas camisetas de otro color-, las
plazas que anudan la
Castellana llenas de autobuses andaluces, la propia avenida por
donde desfilaban los sindicalistas andaluces con aire festivo, con sus cámaras
de fotos, sus bocadillos, sus cartelones -“Las putas al poder, porque sus
hijos ya están en él”- en filas nada prietas, con enormes espacios vacíos entre
ellas; y a mediodía, difícil encontrar un hueco en los restaurantes y bares de
tapas de los alrededores, también invadidos por las camisetas rojas
sindicalistas andaluzas, los jarrones de cerveza resbalando por la barra a gran
velocidad.
Si puedes
pasar de Sol y la Plaza Mayor ,
si por una vez eres capaz de saltarte la visita al Prado o al Reina Sofía es
que estás dejando de ser un turista y la ciudad está comenzando a ser tuya,
aunque sea porque te desplazas a la fuerza en busca de aire para respirar.
Peor
es cuando la invasión de la calzada se produce para imponerte un eslogan, un
estado de ánimo, un sentimiento que tienes que tener para poder seguir viviendo
donde siempre has vivido. El puñado de hombres –muchos, siempre son muchos,
cientos, millones, dicen, aunque la mayoría de la población no esté ahí- que
grita con una sola voz y un único eslogan –no se producen contradicciones o
disidencias en esas manifestaciones masivas, no están permitidas- te exige que
seas como ellos si quieres seguir viviendo en el mismo lugar. La diada catalana,
el maleable pueblo y el pueblo abandonado. Esto recuerda Sebastian Haffner -Historia
de un alemán- de los días en que los nazis subieron al poder:
“En lo que respecta a los líderes socialdemócratas, su traición a millones de pequeños ciudadanos decentes, partidarios fieles y ciegamente leales, ya había comenzado el 20 de julio de 1932, cuando Severing y Grzesinski «cedieron a la violencia». Asimismo, los socialdemócratas llevaron a cabo la campaña electoral de 1933 de una forma en extremo humillante, dejándose arrastrar por los eslóganes nazis y subrayando su condición de «también-nosotros-somos-nacionalistas». El 4 de marzo, un día antes de las elecciones, Otto Braun, presidente de Prusia y «hombre fuerte» de los socialdemócratas, cruzó la frontera suiza; había tomado la precaución de adquirir una casita en Tessin. En mayo, un mes antes de su disolución, los socialdemócratas llegaron al punto de prestar un apoyo unánime al gobierno de Hitler y de entonar el himno de Horst Wessel en el Reichstag (en el informe parlamentario figura la siguiente observación: «Ovaciones interminables y aplausos en la cámara y en las tribunas. El canciller del Reich también aplaude vuelto hacia los socialdemócratas»).
El PSC (el PSOE) ha
incumplido el contrato político y la obligación moral de defender la causa de
aquellos a quienes se había comprometido a representar. «También-nosotros-somos-nacionalistas».
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