martes, 4 de septiembre de 2012

Aferrados a la vida, ¿podríamos vivir eternamente? I



            Todos los libros se escriben con un propósito, como todas las vidas. Comienzan y buscan un fin. Se habla del sentido de la vida, una señal, una dirección. Cuando se escribe una biografía, por ejemplo, una novela, una película, se busca un hilo que conduzca al destino, el triunfo, el estrépito, el fracaso, la consunción. Cuando se dice, “grandes hombres”, se dice de quien ha llegado a algún sitio. Se busca entonces una caída del caballo, el lugar donde ocurrió la revelación y después la culminación. En la ficción siempre es así. La vida de los hombres públicos, al menos la vida contada, sigue el mismo guión. No así en el hombre común, que simplemente se deja llevar, no dirige la vida sino que la vida pasa por el él.

            También en este libro, sobre todo en este libro, que traza la peripecia de un hombre -como tantos otros- borracho de absoluto. Si hay un destino al que el hombre no ha querido llegar es al que está –o parece estar- destinado, la muerte. Aubrey de Grey, el héroe del libro –otro héroe del transhumanismo-, cree que sabe cómo derrotar a la muerte. Aunque elude la filosofía, las últimas preguntas y todo eso. Su discurso es científico: conozco lo que hace que envejezcamos, todo aquello que en nuestro cuerpo trabaja en su destrucción, sé qué se puede hacer para remediarlo, sólo es cuestión de voluntad y de dinero. Lo vamos a lograr y pronto.

            El deseo de inmortalidad siempre ha estado ahí, la diferencia es que ahora la pregunta sobre si es posible vivir más ya no es metafísica o poética sino que surge de la propia ciencia de la biología y de las posibilidades que ofrece la tecnología. Aferrados a la vida, ¿podríamos vivir eternamente?, de Jonathan Weiner, repasa el estado de la cuestión, pero es sobre todo una charla con Aubrey de Grey, un gerontólogo convencido de que es posible. Si hay una guerra contra el cáncer, ¿por qué no hay una guerra contra el envejecimiento? El libro es una discusión apasionada sobre la gran pregunta, ¿por qué somos mortales?, ¿podemos dejar de envejecer?

            El autor del libro, Jonathan Weiner, repasa la historia de aquellos científicos que creyeron, que afirmaron, que la muerte sólo era cuestión de envejecimiento, una enfermedad que como cualquier otra se podía combatir y derrotar. También la de aquellos otros que afirmaron que no se puede ir contra la naturaleza, que sólo hay remedios paliativos. Prolongevistas y apologistas, llama a unos y a otros, los que quieren prolongar la vida, los que quieren reconciliarnos con nuestro destino, no perdamos el tiempo en empeños inútiles, dicen estos últimos. Nuestra cultura nos ha preparado para aceptar la muerte: la historia de Ifigenia y Agamenón contada por Homero; la de Abraham e Isaac, en el Génesis; la de Vajasravasa, en los Upanishads, que da a su hijo Nachiketas, a la Muerte, para que comprenda el sentido de la vida. Pero junto a la muerte está el viejo sueño, tan viejo como la propia humanidad, de liberarnos de ella, desde Gilgamesh que quiere devolver a la vida a su amigo Enkidu, por dos veces tiene el remedio y por dos veces lo pierde, a la promesa de inmortalidad por parte de las religiones.

            La experimentación con el rejuvenecimiento viene de lejos. Un fisiólogo francés de finales del XIX, Brown-Séquard, que acuñó la palabra rejuvenecimiento, hizo furor inyectando el fluido que extraía de los testículos de perros jóvenes, afirmaba que devolvían la potencia sexual de la juventud; el ruso Voronoff hacía trasplantes de testículos de mono hacia 1920; y Steinach hacía vasectomías a viejos catedráticos, más de cien, entre ellos el propio Freud o el poeta Yeats fueron steinachados.

            La investigación sobre la senescencia –el envejecimiento- es una rama joven y prometedora. ¿Por qué los organismos unicelulares –las bacterias- no envejecen? Durante 2.000 millones de años no había envejecimiento y muerte sobre la tierra, incluso algunos organismos multicelulares, como la hidra  y los cnidarios (anémonas, corales, ortigas, plumas y avispas marinas), con sistema nervioso pero sin cerebro, no envejecen. Pero desde hace mil millones de años la naturaleza ha evolucionado hacia la aparición de unas células muy especializadas -las neuronas- capaces de producir memoria y autoconsciencia. Y ahí salta el problema porque parece haber una relación directa entre tener memoria y autoconsciencia y ser mortales. El correlato de la identidad es la muerte. De hecho, en nuestro sistema hay células que proliferan sin problemas: las de la médula ósea, las que revisten el intestino, las hepáticas y otras, por el contrario, las muy especializadas –las nerviosas, las neuronas, las del corazón, que son mortales. Las células que nos otorgan identidad nos llevan a la tumba. O como escribe Jonathan Weiner: “El precio que pagamos por saber es que sabemos que somos mortales”.

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