Todos los
libros se escriben con un propósito, como todas las vidas. Comienzan y buscan
un fin. Se habla del sentido de la vida, una señal, una dirección. Cuando se
escribe una biografía, por ejemplo, una novela, una película, se busca un hilo
que conduzca al destino, el triunfo, el estrépito, el fracaso, la consunción.
Cuando se dice, “grandes hombres”, se dice de quien ha llegado a algún sitio.
Se busca entonces una caída del caballo, el lugar donde ocurrió la revelación y
después la culminación. En la ficción siempre es así. La vida de los hombres
públicos, al menos la vida contada, sigue el mismo guión. No así en el hombre
común, que simplemente se deja llevar, no dirige la vida sino que la vida pasa
por el él.
También en
este libro, sobre todo en este libro, que traza la peripecia de un hombre -como
tantos otros- borracho de absoluto. Si hay un destino al que el hombre no ha
querido llegar es al que está –o parece estar- destinado, la muerte. Aubrey de
Grey, el héroe del libro –otro héroe del transhumanismo-, cree que sabe cómo
derrotar a la muerte. Aunque elude la filosofía, las últimas preguntas y
todo eso. Su discurso es científico: conozco lo que hace que envejezcamos, todo
aquello que en nuestro cuerpo trabaja en su destrucción, sé qué se puede hacer
para remediarlo, sólo es cuestión de voluntad y de dinero. Lo vamos a lograr y
pronto.
El deseo de
inmortalidad siempre ha estado ahí, la diferencia es que ahora la pregunta
sobre si es posible vivir más ya no es metafísica o poética sino que surge de
la propia ciencia de la biología y de las posibilidades que ofrece la
tecnología. Aferrados a la vida, ¿podríamos vivir eternamente?, de
Jonathan Weiner, repasa el estado de la cuestión, pero es sobre todo una charla
con Aubrey de Grey, un gerontólogo convencido de que es posible. Si hay una
guerra contra el cáncer, ¿por qué no hay una guerra contra el envejecimiento?
El libro es una discusión apasionada sobre la gran pregunta, ¿por qué somos
mortales?, ¿podemos dejar de envejecer?
El autor
del libro, Jonathan Weiner, repasa la historia de aquellos científicos que
creyeron, que afirmaron, que la muerte sólo era cuestión de envejecimiento, una
enfermedad que como cualquier otra se podía combatir y derrotar. También la de
aquellos otros que afirmaron que no se puede ir contra la naturaleza, que sólo
hay remedios paliativos. Prolongevistas y apologistas, llama a unos y a otros,
los que quieren prolongar la vida, los que quieren reconciliarnos con nuestro
destino, no perdamos el tiempo en empeños inútiles, dicen estos últimos. Nuestra cultura nos ha
preparado para aceptar la muerte: la historia de Ifigenia y Agamenón contada
por Homero; la de Abraham e Isaac, en el Génesis; la de Vajasravasa, en los
Upanishads, que da a su hijo Nachiketas, a la Muerte , para que comprenda el sentido de la vida.
Pero junto a la muerte está el viejo sueño, tan viejo como la propia humanidad,
de liberarnos de ella, desde Gilgamesh que quiere devolver a la vida a su amigo
Enkidu, por dos veces tiene el remedio y por dos veces lo pierde, a la promesa
de inmortalidad por parte de las religiones.
La
experimentación con el rejuvenecimiento viene de lejos. Un fisiólogo francés de
finales del XIX, Brown-Séquard, que acuñó la palabra rejuvenecimiento,
hizo furor inyectando el fluido que extraía de los testículos de perros
jóvenes, afirmaba que devolvían la potencia sexual de la juventud; el ruso
Voronoff hacía trasplantes de testículos de mono hacia 1920; y Steinach hacía
vasectomías a viejos catedráticos, más de cien, entre ellos el propio Freud o
el poeta Yeats fueron steinachados.
La
investigación sobre la senescencia –el envejecimiento- es una rama joven y
prometedora. ¿Por qué los organismos unicelulares –las bacterias- no envejecen?
Durante 2.000 millones de años no había envejecimiento y muerte sobre la
tierra, incluso algunos organismos multicelulares, como la hidra y los cnidarios (anémonas, corales, ortigas,
plumas y avispas marinas), con sistema nervioso pero sin cerebro, no envejecen.
Pero desde hace mil millones de años la naturaleza ha evolucionado hacia la
aparición de unas células muy especializadas -las neuronas- capaces de producir
memoria y autoconsciencia. Y ahí salta el problema porque parece haber una
relación directa entre tener memoria y autoconsciencia y ser mortales. El correlato
de la identidad es la muerte. De hecho, en nuestro sistema hay células que
proliferan sin problemas: las de la médula ósea, las que revisten el intestino,
las hepáticas y otras, por el contrario, las muy especializadas –las nerviosas,
las neuronas, las del corazón, que son mortales. Las células que nos otorgan
identidad nos llevan a la tumba. O como escribe Jonathan Weiner: “El precio que
pagamos por saber es que sabemos que somos mortales”.

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