Todos los
países tienen su leyenda rosa. En Letonia tienen la Rosa de Turaida, en el Parque
Nacional de Gaujas, moteado de nombres nibelungos como Simulda y Krimulda, debido
a sus conquistadores teutónicos de comienzos del XIII. En los inicios del XVII
se encontró a una huerfanita, Maija, en el campo de batalla donde se habían
enfrentado suecos y polacos. De ella se enamoró el jardinero del castillo,
Viktor. Pero un desertor polaco la condujo con engaños a la cercana cueva de
Gutmana. Maija luchó para defender su virginidad, el polaco la mató. A la cueva
de Gutmana acuden las parejas letonas a prometerse fidelidad y a grabar sus
nombres en la roca.
Cuando se viaja en grupo y guiado no se es dueño del reparto
del tiempo, no se puede decir aquí me paro porque esto me gusta o me voy porque
no aguanto tal aburrimiento, aunque viajando en grupo se conoce al hombre –a la
mujer es más difícil- y eso compensa. Si en un viaje hay momentos muertos para
tirar de la cadena, también de sopetón aparece la poesía. Eso ocurrió en Parnu,
en Estonia, junto a la playa.
Fue como entrar en otro mundo, un mundo de luz licuada que
atravesara una gran campana de cristal cubierta de nubes desmadejadas,
adentrarse en una playa de arena apelmazada, sin transición con la superficie
del agua, lisa, quieta, sin oleaje, llena de reflejos plateados, como si allí
estuviese condensado el paraíso, un paraíso extraño, flotante, de voces
calladas, de humedad sonora, de seres despegados. Allí me hubiese querido
quedar para amplificar esas sensaciones, allí me fue arrebatada la poesía. Aunque
sé que sería como estar dentro de un casco traslúcido de un caballero teutónico,
una versión del paraíso en el que no se podría vivir durante demasiado tiempo.
El día se malogró algo en el restaurante. Las
recomendaciones de Eduardo, el guía, siempre han sido buenas, tiene un ojo
mágico para seleccionar restaurantes, pero aquí, en Parnu, tenía la vista
nublada. El salmón, como cabía esperar, siempre había sido bueno en todas las
ciudades, pero en el lento restaurante de Parnu, junto a las agujas verdes y
los muros amarillo limón de la iglesia ortodoxa de Santa Catalina, lo sirvieron
seco, apretado y áspero como no debe servirse un salmón, y menos, creo,
acompañado de patatas fritas.

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