viernes, 24 de agosto de 2012

Repúblicas Bálticas: 4. Parque Gaujas y Pärnu



            Todos los países tienen su leyenda rosa. En Letonia tienen la Rosa de Turaida, en el Parque Nacional de Gaujas, moteado de nombres nibelungos como Simulda y Krimulda, debido a sus conquistadores teutónicos de comienzos del XIII. En los inicios del XVII se encontró a una huerfanita, Maija, en el campo de batalla donde se habían enfrentado suecos y polacos. De ella se enamoró el jardinero del castillo, Viktor. Pero un desertor polaco la condujo con engaños a la cercana cueva de Gutmana. Maija luchó para defender su virginidad, el polaco la mató. A la cueva de Gutmana acuden las parejas letonas a prometerse fidelidad y a grabar sus nombres en la roca.


            Cuando se viaja en grupo y guiado no se es dueño del reparto del tiempo, no se puede decir aquí me paro porque esto me gusta o me voy porque no aguanto tal aburrimiento, aunque viajando en grupo se conoce al hombre –a la mujer es más difícil- y eso compensa. Si en un viaje hay momentos muertos para tirar de la cadena, también de sopetón aparece la poesía. Eso ocurrió en Parnu, en Estonia, junto a la playa.


            Fue como entrar en otro mundo, un mundo de luz licuada que atravesara una gran campana de cristal cubierta de nubes desmadejadas, adentrarse en una playa de arena apelmazada, sin transición con la superficie del agua, lisa, quieta, sin oleaje, llena de reflejos plateados, como si allí estuviese condensado el paraíso, un paraíso extraño, flotante, de voces calladas, de humedad sonora, de seres despegados. Allí me hubiese querido quedar para amplificar esas sensaciones, allí me fue arrebatada la poesía. Aunque sé que sería como estar dentro de un casco traslúcido de un caballero teutónico, una versión del paraíso en el que no se podría vivir durante demasiado tiempo.


          El día se malogró algo en el restaurante. Las recomendaciones de Eduardo, el guía, siempre han sido buenas, tiene un ojo mágico para seleccionar restaurantes, pero aquí, en Parnu, tenía la vista nublada. El salmón, como cabía esperar, siempre había sido bueno en todas las ciudades, pero en el lento restaurante de Parnu, junto a las agujas verdes y los muros amarillo limón de la iglesia ortodoxa de Santa Catalina, lo sirvieron seco, apretado y áspero como no debe servirse un salmón, y menos, creo, acompañado de patatas fritas. 

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