Si el guía
señala con el dedo habrá que seguirlo y mirar lo que señala. De hecho todos los
turistas lo hacen y están encantados con los graciosos ornamentos, los dibujos
y los colores que los modernistas pegaron en las fachadas de sus edificios. No hay
más que ver las decenas de embobados que a cualquier hora miran los azulejos
coloreados de la casa Milà de Barcelona. Pero si en Barcelona hay color e
imaginación, sobre todo en las elaboraciones de Gaudí, en Riga sólo hay copia y
ornamento.
Hay todo un barrio modernista, pero es difícil ver un solo rasgo de
ingenio, un detalle que sorprenda, si el modernismo de por sí satisfacía el
gusto kitsch de la burguesía triunfante de finales del XIX en Riga el
arquitecto más reconocido Eisenstein, padre del cineasta comunista, no les
ofrecía más que ecos de estilos pasados, simbologías masónicas, geometrías,
eclecticismo que no se diferencia gran cosa del romanticismo de los edificios
contiguos.
Iglesias y
gremios, luteranos, ortodoxos y ateos, reconstrucción, ajardinamiento y
restaurantes y el pasado reciente de la dominación comunista, a medias enseñado
y a medias oculto, he ahí la atracción turística de la que quieren vivir estas
repúblicas. Alemanes, ingleses, europeos y algunos japoneses transitan y
fotografían sus calles recorriendo los tres países, cada vez menos exóticos, o
desembarcando en cruceros que recorren el Báltico, aunque les falte la mitad de
su vida, la que discurre sobre la nieve y las pocas horas bajo el sol de
invierno. Sin embargo, Riga tiene una gran tradición cultural y ha dado nombres
importantes. En ella se suicidó arrojándose desde un barco un escritor del 98
que apuntaba alto, Ángel Ganivet. Letones fueron Mark Rothko, Sergei Eisenstein o
Mikhail Baryshnikov
Pasados
algunos días lo que me queda de Riga es esto: la plaza del ayuntamiento con los
edificios de los gremios recién planchaditos, como el palacete del Pequeño Gremio
o la casa de los Cabezas Negras, del gremio de los solteros, la plaza de la
catedral invadida por las terrazas, la fachada del parlamento de Riga, imitando
el palacio Pitti de Brunelleschi en Florencia, la casa de los gatos de cola
enhiesta que según una leyenda de las que tanto gusta contar a los guías hacían
pedorretas a los edificios de los premios porque un mercader había sido rechazado
por la hermandad, la iglesia de San Pedro con su alto chapitel de 123 metros y
el feísimo edificio rectangular de hormigón oscuro que sirve a los letones para
exhibir su sufrimiento bajo los soviéticos.
La visita
se completa con una excursión circular en un barquito que recorre el canal
interior y el río Daugava que permite ver plácidamente el perfil de la ciudad
que en su casco viejo recuerda su mejor época, la de su pertenencia a la Liga hanseática.
Sin
embargo, el último acto de la visita es el que me deja mejor recuerdo: una
representación de L’Elisir d’amore en la Ópera local. No había grandes
figuras, la orquesta letona digna, los medios escasos pero suficientes, el
aforo a rebosar, el placer de la velada incuestionable. Me produce envidia ver
cómo un país de escasos recursos se lo monta para gozar de estos lujos, por
contraste con los grandes edificios y orquestas, los grandes cachés para
figuras de renombre y la gran pompa de
autoridades en las capitales de nuestras autonomías, que han jugado con el
dinero de todos para darse el capricho de tener en Valencia o en Sevilla lo que
tienen las grandes capitales mundiales de la ópera.

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