miércoles, 1 de agosto de 2012

Por ejemplo Valencia



            Ha habido ediles y consejeros de comunidad que han creído que todo estaba permitido. Así, hay ciudades esplendorosas que ya no las reconoce ni la madre que las parió. Los ciudadanos estaban encantados y cuando tocaba se lo reconocían en forma de votos. ¿Cuánto tiempo llevan gobernando algunos alcaldes o presidentes? En general, todas las ciudades han mejorado: los nuevos hospitales, las vías de circunvalación, las estaciones del ave, los centros comerciales, los museos de bellas artes renovados, los contenedores –así se dice con ese idioma plúmbeo que acostumbran- de arte contemporáneo. Quizá, en la propia ciudad en la que cada uno vive no se valora tanto, ha ido creciendo a la par que nosotros, cambiaba como han ido cambiando nuestros hijos, nos quejábamos de las obras, de la expansión de la zona azul, aunque luego la mostrábamos orgullosos a nuestros invitados, pero la duda, la sorpresa, a veces la indignación nos asalta cuando visitamos una ciudad que hace tiempo que no veíamos con detenimiento.


            Así Valencia. De golpe comprendemos la deuda. En seguida pensamos en la corrupción, en los presupuestos de obras que terminaban costando el doble o el triple de lo presupuestado, los contratos amañados sin concurso público, las empresas de familiares y amigos favorecidas. Pero es evidente que detrás de todo eso había algo más: obras reales.


            En Valencia, como en general en cualquier otra ciudad, nos impresiona la expansión urbana los barrios nuevos -las urbanizaciones acabadas y sin vender-, el enorme corredor del Turia convertido en parque urbano, la ciudad de las artes, el puerto fabricado para la copa América y luego para la fórmula uno, desangelado, con pocos visitantes a pesar de ser pleno verano –tantas infraestructuras inutilizadas-, pero lo que realmente apreciamos –aprecio- es la restauración del centro histórico, esos trabajos que han convertido los viejos edificios casi en esculturas exentas, en un museo que se aprecia perdiéndose por las viejas calles limpias, ordenadas, llenas de turistas italianos, de restaurantes y cafeterías, hasta estaría uno tentado en admitir, en validar, los excesos a cuenta del adecentamiento del centro, el entorno de la catedral, el mercado central, la lonja, l’almudí, aunque hay que reprochar a los munícipes valencianos, como a los de cualquier otra provincia o comunidad, el usufructo de esos palacios para disfrute propio, a cuenta de tanto cargo institucional. Se han gastado una pasta en restaurar palacios y casas señoriales y las han convertido en sedes de consejerías o concejalías o de instituciones cada cual más inútil, con acceso restringido, con conserjes aburridos a la puerta, y con despachos renovados una y otra vez cada vez que cambia el titular.

            Maravilla el cambio, le encanta al turista, escandaliza al contribuyente. Al menos eso quedará y su vista –aunque no los interiores- la disfrutarán sus vecinos y los visitantes.


            Hay otra aspecto reseñable, durante este tiempo de vivales nunca ha tenido mayor sentido lo de tonto el último. Tras la exhuberancia irracional, las deudas las arrastraremos durante generaciones, los listos se irán de rositas por lo que se ve, y así las ciudades, que no pueden con su deuda, recurren al Estado o a Europa –es decir, a los contribuyentes- que tendrá que apechugar con las deudas. Los que hayan sido políticos honestos, gestores racionales perderán, ellos y sus ciudades, porque las deudas hay que pagarlas entre todos. En eso sucede igual que en el caso de los ciudadanos: los perdedores son los que han sido los mansos, mesurados en los gastos, los ahorradores que ven cómo les acribillan a impuestos o les rebajan sus salarios o ven cómo se devalúa su patrimonio.

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