jueves, 26 de julio de 2012

El principi d'Arquímedes




            Esta obra es una de las que más elogios ha recibido en el presente Grec de Barcelona. Algunos hablan de “la sorpresa indiscutible de este Grec”. A mí no me ha convencido tanto, diré por qué.


            Sobre el escenario de la sala Beckett se presentan cuatro personajes, dos monitores de natación, un padre y la directora de la piscina. A Jordi, uno de los monitores, guapo, simpático, resultón, marchoso, le acusan de haber dado un beso en la boca a uno de los niños del curso. Entonces comienza un proceso inquisitorial llevado a cabo por la directora, Anna, aterrada por la protesta de los padres, por la reputación del centro y la suya propia, atormentada por el recuerdo de un hijo que perdió cuando tenía 16 años y por sueños recurrentes de niños que se ahogan. Héctor es el otro monitor, circunspecto, aparente amigo de Jordi, pero incómodo ante el éxito de este con los niños, que se irá deslizando en contra de Jordi en el juicio de intenciones. El cuarto personaje es uno de los padres, personaje de una pieza, sin dobleces, acusador, sus argumentos no son capaces de levantar apoyos entre el público. Los cuatro actores están bien, aunque lo tenían fácil, sus papeles no son en exceso complicados. Sí lo es el de Jordi, y Rubén de Eguía lo borda, se muestra natural, candoroso, creíble. A la puesta en escena, pegada al público que se reparte a ambos lados del escenario, no le sobra nada, sin grasa, sin retórica. El escenario, simula el vestuario de una piscina: en el centro los bancos para cambiarse, a la izquierda las taquillas, al otro lado el lavabo y la puerta que lleva a la piscina. Es un escenario reversible, lo que está a la izquierda cambia a la derecha y al revés, por un original procedimiento que no he pillado.

            Qué es lo que falla entonces. La dialéctica, que, creo, es lo que no debe fallar en el teatro, las réplicas, los argumentos contrapuestos, necesarios cuando, como en este caso, se ofrecen dos posiciones sobre un asunto. El asunto es la acusación de pederastia. Desde el primer momento el espectador se pone de parte de Jordi: lo que dice, lo que hace, la forma de presentar su posición lo hacen verosímil. En ningún momento el público tiene dudas sobre él, no hay ninguna falla por la que emerja la duda, la sospecha. Jordi representa lo que hemos construido entre todos, al menos en esta ciudad: el ideal, la buena fe, los mejores sentimientos, el tipo que querríamos ser. Los demás personajes, sin embargo, son todo fallas, antipáticos como el padre, al que no se le da ninguna oportunidad de hacer verosímil su relato, más que un personaje es una idea, el antiideal, o Héctor, al que se le ve receloso del éxito de su compañero, incómodo ante sus bromas de tipo sexual, miedoso ante las consecuencias de la excesiva proximidad a los niños o la directora, tan marcada por la muerte de su hijo, incapaz de soportar la responsabilidad. En la escasa duración de la obra, 70 minutos, se ve que no ha sido trabajada. El autor ha tenido la idea, el marco en la que expresarla, ha dado al público los argumentos que ya tenía en forma de ideas previas, pero no ha hecho verosímil la acusación, las ideas del oponente. El espectador no tiene opciones en este juego del bueno ingenuo contra los turbios malos, de hecho a lo largo de la función son visibles los cabeceos de aprobación del público.

               No se presenta ningún dilema, la obra es didáctica, sin ambigüedades morales, sobre la correcta manera de pensar, más propia para un teatro escolar que para el público adulto. He tenido la impresión que la moralina socialdemócrata, propia del espíritu catalán de los últimos años, de cuando el Tripartit, continuaba. Una lástima porque el autor, Josep Maria Miró i Coromina, tenía tema. Las escenas están bien concebidas, es original la presentación que alterna el presente con el pasado más reciente, los diálogos vivos, naturales, el ritmo dinámico.

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