Esta obra
es una de las que más elogios ha recibido en el presente Grec de Barcelona. Algunos
hablan de “la sorpresa indiscutible de este Grec”. A mí no me ha convencido
tanto, diré por qué.
Sobre el
escenario de la sala Beckett se presentan cuatro personajes, dos monitores de
natación, un padre y la directora de la piscina. A Jordi, uno de los monitores,
guapo, simpático, resultón, marchoso, le acusan de haber dado un beso en la
boca a uno de los niños del curso. Entonces comienza un proceso inquisitorial
llevado a cabo por la directora, Anna, aterrada por la protesta de los padres, por
la reputación del centro y la suya propia, atormentada por el recuerdo de un
hijo que perdió cuando tenía 16 años y por sueños recurrentes de niños que se
ahogan. Héctor es el otro monitor, circunspecto, aparente amigo de Jordi, pero
incómodo ante el éxito de este con los niños, que se irá deslizando en contra
de Jordi en el juicio de intenciones. El cuarto personaje es uno de los padres,
personaje de una pieza, sin dobleces, acusador, sus argumentos no son capaces
de levantar apoyos entre el público. Los cuatro actores están bien, aunque lo
tenían fácil, sus papeles no son en exceso complicados. Sí lo es el de Jordi, y
Rubén de Eguía lo borda, se muestra natural, candoroso, creíble. A la puesta en
escena, pegada al público que se reparte a ambos lados del escenario, no le
sobra nada, sin grasa, sin retórica. El escenario, simula el vestuario de una
piscina: en el centro los bancos para cambiarse, a la izquierda las taquillas, al
otro lado el lavabo y la puerta que lleva a la piscina. Es un escenario
reversible, lo que está a la izquierda cambia a la derecha y al revés, por un
original procedimiento que no he pillado.
Qué es lo
que falla entonces. La dialéctica, que, creo, es lo que no debe fallar en el
teatro, las réplicas, los argumentos contrapuestos, necesarios cuando, como en
este caso, se ofrecen dos posiciones sobre un asunto. El asunto es la acusación
de pederastia. Desde el primer momento el espectador se pone de parte de Jordi:
lo que dice, lo que hace, la forma de presentar su posición lo hacen verosímil.
En ningún momento el público tiene dudas sobre él, no hay ninguna falla por la
que emerja la duda, la sospecha. Jordi representa lo que hemos construido entre
todos, al menos en esta ciudad: el ideal, la buena fe, los mejores sentimientos,
el tipo que querríamos ser. Los demás personajes, sin embargo, son todo fallas,
antipáticos como el padre, al que no se le da ninguna oportunidad de hacer
verosímil su relato, más que un personaje es una idea, el antiideal, o Héctor, al
que se le ve receloso del éxito de su compañero, incómodo ante sus bromas de
tipo sexual, miedoso ante las consecuencias de la excesiva proximidad a los
niños o la directora, tan marcada por la muerte de su hijo, incapaz de soportar
la responsabilidad. En la escasa duración de la obra, 70 minutos, se ve que no
ha sido trabajada. El autor ha tenido la idea, el marco en la que expresarla, ha
dado al público los argumentos que ya tenía en forma de ideas previas, pero no
ha hecho verosímil la acusación, las ideas del oponente. El espectador no tiene
opciones en este juego del bueno ingenuo contra los turbios malos, de hecho a
lo largo de la función son visibles los cabeceos de aprobación del público.
No se
presenta ningún dilema, la obra es didáctica, sin ambigüedades morales, sobre
la correcta manera de pensar, más propia para un teatro escolar que para el
público adulto. He tenido la impresión que la moralina socialdemócrata, propia
del espíritu catalán de los últimos años, de cuando el Tripartit, continuaba. Una
lástima porque el autor, Josep Maria Miró i Coromina, tenía tema. Las escenas
están bien concebidas, es original la presentación que alterna el presente con
el pasado más reciente, los diálogos vivos, naturales, el ritmo dinámico.


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