jueves, 2 de agosto de 2012

Parrot y Olivier en América, de Peter Carey



            Parrot y Olivier en América es un despliegue de sabiduría técnica, una exhibición de saberes que, como ante los grandes autores, desalienta a ponerse a escribir en serio porque cualquier texto que uno escribiese no aguantaría la comparación. Supongo que los escritores que comienzan o los que han publicado con pocas exigencias prescindirán de lecturas como esta para no sentirse cuestionados. Cada frase que uno lee de esta novela encierra un saber, una dirección, un matiz en la construcción de un personaje, en el entendimiento de una situación, en la explicación de lo que el autor se propone, un plan general que no se ve desde el principio, que hay que ir recomponiendo como en un mecano, por lo que a veces hay que volver atrás y tratar de capturar el significado de una palabra o la construcción de una frase o el sentido de un párrafo. Esta sabiduría de novelista, apoyada en una información muy documentada, aunque pocas veces se ve como ostentación, como ofensa al lector, a veces escapa a la comprensión de este por dos motivos: el primero debido al autor, cuya exhuberancia es a veces incontenible y se pierde en las volutas barrocas de un estilo que se deja llevar por el vigor de una pluma –teclado habría que decir ahora- que tiende al adjetivo y al oropel y también por una tendencia, sobre todo en la segunda parte, a la novelización, impropia de un autor moderno, quizá porque tiene demasiado presentes los modelos ingleses del XIX. Y es moderna la novela porque está concebida como un ejército que avanza hacia un territorio que quiere conquistar, ese territorio es el de la revolución que se produce entre las últimas décadas del XVIII y las primeras del XIX, cuando la aristocracia europea asiste atónita a la pérdida del poder -y a veces la vida-, ante la imparable llegada de una nueva clase que no se conforma sólo con arrebatarle los resortes del mando sino también el sistema de representación del mundo. El autor transcribe inteligentemente ese tránsito llevando a sus personajes de Europa a América. En Francia a los nobles se les corta el cuello, se les expropian sus posesiones, pero mantienen durante un tiempo el poder simbólico: la cultura, el arte, las formas de vida; durante un siglo más, al menos, mantienen en sus círculos separados, elitistas, ese poder no tan visible pero tanto o más poderoso del dominio simbólico que les permite seguir siendo el modelo de las conductas sociales, que la burguesía y las clases medias quieren imitar, aunque sean una y otra vez despreciadas como advenedizas. En América, en cambio, no hay aristocracia, es el pueblo el que desde cero construye un nuevo país, inventa la democracia, establece normas de convivencia, sin sentirse vigilado y despreciado por aquellos que habían construido el mundo, aunque sus obras y su conducta sean vulgares, incultas, despreciables a ojos de un europeo.

            Los dos personajes que llevan sobre sus hombros esa transición son un nuevo avatar de Don Quijote y Sancho, un noble, Olivier de Garmont, que parte hacia América con el fin de estudiar el experimento que en ella está teniendo lugar –trasunto de Alexis de Tocqueville y su Democracia en América, aunque aquí el pretexto es el estudio del sistema de prisiones- y Parrot, Larrit, un inglés de clase baja, hijo de impresor con frustradas ambiciones de artista, que ha vivido a cuenta de servir a un noble francés y al que ahora se encarga que vigile y sirva a Olivier. Olivier parte a América con su tradición a cuestas, intentará comprender lo que allí sucede, pero el choque es tan brutal que le resulta imposible comprenderlo hasta el punto de que le afectará en su propia vida. Por el contrario, Parrot, el loro, que vive de adaptarse, de replicar, de reproducir, lo tendrá más fácil, aunque también a él le cueste cambiar de piel y asumir las riendas de su propia vida. Peter Carey, el autor, lo muestra con una maestría difícil de igualar. La novela va alternando los dos puntos de vista, el de Parrot y el de Olivier, dos mundos distanciados, cada uno con sus cuitas, sus valores, imposibles de converger en Europa, pero al llegar a América se irán aproximando por necesidad, hasta el punto en que del trato irá emergiendo una inesperada amistad.

            La inteligencia mayor de Peter Carey, y el mayor logro de la novela, está en mostrarnos esos dos mundos: los valores, las expectativas, las conductas, el punto de vista tan diferente de Parrot y de Olivier, y eso se ve, o debería verse, en el habla y en el lenguaje tan diferente de uno y del otro. Y esta es la segunda objeción a esta edición, que no tiene que ver con el autor, sino con la traducción. Esta no ha conseguido trasladar al lector, en mi opinión, esos dos mundos separados, no sólo eso, hay frases difíciles de entender, aunque se vuelva a ellas dos y tres veces. Tengo una teoría que necesitaría tiempo para demostrar: buena parte de los actuales traductores son catalanes y según mi punto de vista, la mayoría de ellos son incapaces de trasladar al castellano los textos de otras lenguas, porque no dominan su sintaxis y menos aún el sentido de sus frases. Es una lástima que los críticos de periódicos y revistas no se atrevan a señalar esta anomalía. En la novela de Carey, el texto es una algarabía de voces, aparte de las dos principales, pájaros diversos cada uno con su canto: voces de lugares distintos, de clases sociales diferentes, ecos del pasado, de la tradición literaria, Dickens, Shakespeare, del engolado francés del XVIII. No se ve eso en el español traducido, como a duras penas llega al lector el humor, la fina ironía, presente en cada página, con que Carey trata a sus personajes.

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