Parrot y
Olivier en América es un despliegue de sabiduría técnica, una exhibición de
saberes que, como ante los grandes autores, desalienta a ponerse a escribir en
serio porque cualquier texto que uno escribiese no aguantaría la comparación.
Supongo que los escritores que comienzan o los que han publicado con pocas
exigencias prescindirán de lecturas como esta para no sentirse cuestionados.
Cada frase que uno lee de esta novela encierra un saber, una dirección, un
matiz en la construcción de un personaje, en el entendimiento de una situación,
en la explicación de lo que el autor se propone, un plan general que no se ve
desde el principio, que hay que ir recomponiendo como en un mecano, por lo que
a veces hay que volver atrás y tratar de capturar el significado de una palabra
o la construcción de una frase o el sentido de un párrafo. Esta sabiduría de
novelista, apoyada en una información muy documentada, aunque pocas veces se ve
como ostentación, como ofensa al lector, a veces escapa a la comprensión de
este por dos motivos: el primero debido al autor, cuya exhuberancia es a veces
incontenible y se pierde en las volutas barrocas de un estilo que se deja
llevar por el vigor de una pluma –teclado habría que decir ahora- que tiende al
adjetivo y al oropel y también por una tendencia, sobre todo en la segunda
parte, a la novelización, impropia de un autor moderno, quizá porque tiene
demasiado presentes los modelos ingleses del XIX. Y es moderna la novela porque
está concebida como un ejército que avanza hacia un territorio que quiere
conquistar, ese territorio es el de la revolución que se produce entre las
últimas décadas del XVIII y las primeras del XIX, cuando la aristocracia
europea asiste atónita a la pérdida del poder -y a veces la vida-, ante la
imparable llegada de una nueva clase que no se conforma sólo con arrebatarle
los resortes del mando sino también el sistema de representación del mundo. El
autor transcribe inteligentemente ese tránsito llevando a sus personajes de
Europa a América. En Francia a los nobles se les corta el cuello, se les
expropian sus posesiones, pero mantienen durante un tiempo el poder simbólico:
la cultura, el arte, las formas de vida; durante un siglo más, al menos,
mantienen en sus círculos separados, elitistas, ese poder no tan visible pero
tanto o más poderoso del dominio simbólico que les permite seguir siendo el
modelo de las conductas sociales, que la burguesía y las clases medias quieren
imitar, aunque sean una y otra vez despreciadas como advenedizas. En América,
en cambio, no hay aristocracia, es el pueblo el que desde cero construye un
nuevo país, inventa la democracia, establece normas de convivencia, sin
sentirse vigilado y despreciado por aquellos que habían construido el mundo,
aunque sus obras y su conducta sean vulgares, incultas, despreciables a ojos de
un europeo.
Los dos
personajes que llevan sobre sus hombros esa transición son un nuevo avatar de
Don Quijote y Sancho, un noble, Olivier de Garmont, que parte hacia América con
el fin de estudiar el experimento que en ella está teniendo lugar –trasunto de
Alexis de Tocqueville y su Democracia en América, aunque aquí el
pretexto es el estudio del sistema de prisiones- y Parrot, Larrit, un inglés de
clase baja, hijo de impresor con frustradas ambiciones de artista, que ha
vivido a cuenta de servir a un noble francés y al que ahora se encarga que
vigile y sirva a Olivier. Olivier parte a América con su tradición a cuestas,
intentará comprender lo que allí sucede, pero el choque es tan brutal que le
resulta imposible comprenderlo hasta el punto de que le afectará en su propia
vida. Por el contrario, Parrot, el loro, que vive de adaptarse, de replicar, de
reproducir, lo tendrá más fácil, aunque también a él le cueste cambiar de piel
y asumir las riendas de su propia vida. Peter Carey, el autor, lo muestra con
una maestría difícil de igualar. La novela va alternando los dos puntos de
vista, el de Parrot y el de Olivier, dos mundos distanciados, cada uno con sus
cuitas, sus valores, imposibles de converger en Europa, pero al llegar a
América se irán aproximando por necesidad, hasta el punto en que del trato irá
emergiendo una inesperada amistad.
La
inteligencia mayor de Peter Carey, y el mayor logro de la novela, está en
mostrarnos esos dos mundos: los valores, las expectativas, las conductas, el
punto de vista tan diferente de Parrot y de Olivier, y eso se ve, o debería
verse, en el habla y en el lenguaje tan diferente de uno y del otro. Y esta es
la segunda objeción a esta edición, que no tiene que ver con el autor, sino con
la traducción. Esta no ha conseguido trasladar al lector, en mi opinión, esos
dos mundos separados, no sólo eso, hay frases difíciles de entender, aunque se
vuelva a ellas dos y tres veces. Tengo una teoría que necesitaría tiempo para
demostrar: buena parte de los actuales traductores son catalanes y según mi
punto de vista, la mayoría de ellos son incapaces de trasladar al castellano
los textos de otras lenguas, porque no dominan su sintaxis y menos aún el
sentido de sus frases. Es una lástima que los críticos de periódicos y revistas
no se atrevan a señalar esta anomalía. En la novela de Carey, el texto es una
algarabía de voces, aparte de las dos principales, pájaros diversos cada uno
con su canto: voces de lugares distintos, de clases sociales diferentes, ecos
del pasado, de la tradición literaria, Dickens, Shakespeare, del engolado
francés del XVIII. No se ve eso en el español traducido, como a duras penas
llega al lector el humor, la fina ironía, presente en cada página, con que
Carey trata a sus personajes.

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