Esta
película habla del honor y de la dignidad, defiende que son diferentes,
antitéticos, confundirlos trae trágicas consecuencias. La acción se sitúa a
comienzos del siglo XVII, cuando los samuráis estaban perdiendo su función. La
atmósfera que la envuelve es la del western crepuscular, un género en sí mismo.
En ese periodo España tiene una historia que encajaría con el género, sólo Pérez
Reverte y su Capitán Alatriste han intentado sacar partido, pero se queda en la
superficie. En la hora actual nos falta genio.
Los
samuráis solitarios, los ronin, que se han quedado sin clan, sin trabajo y sin
medios de supervivencia, andan perdidos intentando sacar adelante a sus
familias hasta que llegados a una situación límite –en este caso la enfermedad
de la mujer y del bébé y la imposibilidad de acudir al médico porque este exige
dinero- acuden a un clan vecino para que les permitan someterse al suicidio
ritual, el seppuku. Algunos, cuenta la peli, hacían un amago de seppuku con con tal
de conmover al jefe del clan para obtener alguna ayuda. Las reglas del honor
guerrero eran muy estrictas. El protagonista de la peli que viene de ese mundo
llega a la convicción de que las reglas que sustentan el honor guerrero son
basura y que por encima de todo está la dignidad por la que decide luchar hasta
el final. El samurai de Hara-kiri: Muerte de un samurai lleva hasta el
final el espíritu de esa institución medieval japonesa pero no la letra.
La peli es
un remake de otra película homónima de Masaki Kobayashi (1962). Como en el cine
japonés clásico es una fría exposición, con ritmo pausado y expresiones
contenidas de una historia, que en buena parte es un flash back, intensa y
trágica. La violencia que aparece es más espiritual que física, aunque también
ésta tiene sus momentos, porque lo que intenta es una reflexión. Hay que
recrearse en la belleza de la peli que viene de la lentitud, de la composición
de los planos, de la interpretación contenida, del decorado y vestuario, de la
tensión.


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