Zvyagintsev
sigue dando vueltas en torno a la familia, aquí, en Izgnanie, que podría
traducirse como el exilio o el destierro, a la relación entre la pareja. Qué
queda después del encontronazo del amor, cuando este se extingue. Quedan los
hijos habidos, que creen ver lo que no existe y llevan a la confusión, y la familia antigua, natural, de la que se procede. El cónyuge, en ese ambiente de fuertes
lazos sanguíneos, es un intruso o intrusa. ¿Qué ocurre, cuando las brasas ya son
ceniza, si sobreviene otro hijo? Ella, Vera, es una mujer valiente, aunque
también podría verse como osada o imprudente; él, Alex, un hombre dubitativo,
aunque también podría verse como atrapado por la tradición o por el carácter
heredado. En medio, los dos niños de la pareja y un hermano de Álex, Mark, que presumimos violento
–en la hermosísima primera secuencia llega a casa del hermano con una bala en
el brazo. Cuando, después de un largo viaje, la familia se destierre a su nuevo hogar, lejos, en
la provincia rusa, de donde viene la familia de Alex, Vera le dice que espera
otro hijo, pero que no es suyo. Alex reacciona mal, le da un puñetazo, acude a su
hermano, Mark, en busca de ayuda: la obligan a abortar en malas condiciones.
Los
escenarios son hermosísimos, con una fotografía y encuadres deslumbrantes, con
citas de los grandes maestros –cineastas, pintores- de los setenta y ochenta,
aunque quizá peque de exceso, demasiados cuadros. El ritmo lento, al estilo
ruso, reposado, esperando que la lentitud añada un plus a la comprensión del
drama, también la música, puntuando de tanto en tanto una escena o unas
palabras. Los personajes no son locuaces, se expresan con rostros excesivamente
gélidos, sobre todo en el caso de los dos protagonistas, tanto que a veces
resultan inexpresivos. La peli tiende hacia el minimalismo, sin embargo la
tensión no cede, no se hacen largos los 150 minutos del metraje.
Zvyagintsev
intenta transmitir sensaciones a través de todos los sentidos: la hierba mecida
por el viento se ve y se oye, cuando está verde, al comienzo, y cuando todo ha
acabado, seca y cortada, agavillada por una campesina; la casa donde la familia
se retira huele como el tío Mark, dice el niño; los personajes aparecen
recortados en profundos paisajes, ásperos, perdidos, solitarios, o enmarcados en puertas, en espejos, detrás
de las ventanas, con el viento o la lluvia cayendo sobre ellos, haciendo
brillar la carretera, o acompañados por el ruido de la tormenta que se acerca. Todos los sentidos están presentes menos el tacto, nadie se toca ni se besa. No se hablan, no se cuentan cosas, lo que da lugar a malentendidos,
sentimientos que se pudren como flores que se mustian y huelen. El
destierro de que habla el título es el exilio interior, la soledad cuando los
lazos con quienes hemos querido se rompen.
La peli es una adaptación libre de The Laughing Matter, una novela de 1953 de William Saroyan. Zvyagintsev intenta conferir un tono de tragedia clásica pero el esteticismo, la belleza formal, operística, le puede de tal modo que a
veces se ve como una peli algo artificiosa, hueca, algo pedante en las citas de otros autores o en la creencia de estar haciendo una obra maestra. A ello contribuye el ritmo lento, que para algunos podría parecer exasperante, pero que es el medio de que se vale Zvyagintsev para mostrar los sentimientos de los personajes. El minimalismo queda reforzdo por la cuidada planificación, por la música de Arvo Part, por los hermosos paisajes, una expresividad llevada al extremo de la concisión. A pesar de ello es imposible no estar atento y tenso durante los 150 minutos de proyección.

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