Cuando se
contemplan las relaciones entre padres e hijos se recuerda el
momento crucial en que el hijo rompe de un puñetazo el cascarón, cuando alcanza la conciencia de su ser, cuando comienza
a vivir por sí mismo, independizándose del padre. Es un momento duro difícil para
los dos, porque el hijo suele romper en pedazos el espejo en que se miraba,
matar simbólicamente al padre, para comenzar a ser sí mismo. Sin embargo, no se
suele incidir en el trastorno que todo eso significa para el padre. Las
novelas, las películas, los ensayos que se han escrito al respecto suelen
adoptar el punto de vista del hijo: novelas de formación o tratados
psicológicos en los que se da al padre por amortizado. Es evidente que no hay
un caso único, múltiples son las personalidades de los niños que salen del
huevo y diversas las formas en que los padres se enfrentan a ese momento. La
propia literatura o el cine ofrece multitud de modelos: Abraham y el conculcado
sacrificio de Isaac, Medea matando a sus dos hijos para vengarse del abandono
de su esposo, Rousseau abandonando en la inclusa a sus hijos, hasta llegar al
padre contemporáneo escindido entre la promesa de libertad e independencia y el
obsesivo cuidado de los hijos.
La película
que dio a conocer al ruso Andrei Zvyagintsev fue Vozvrashchenie (El
regreso) de 2003, premida justamente en Venecia. También aquí se adopta el
punto de vista de los hijos para describir ese momento en el que es necesario
que el padre muera para que el hijo comience a vivir. Como en las grandes
películas, se tiene la sensación de que lo que el autor nos cuenta no se podría
decir con otro arte. La novela, la pintura o el cine nos cuentan cosas que sólo
con su idioma específico se pueden contar, que traducido a oto idioma perdería
buena parte de su sentido. Es en los largos silencios, en el ritmo lento de la
proyección, en los melancólicos paisajes rusos donde el autor deja espacio para
que el espectador vaya comprendiendo, se ponga en el lugar del padre o del hijo
y asuma como propias las emociones de los personajes.
Dos niños
que están dejando de serlo, que viven con su guapa y triste madre y con su
abuela, en algún lugar de la provincia rusa, se ven de pronto sorprendidos por
la llegada de un padre al que no veían desde que eran muy niños. No saben por
qué ha venido, ni siquiera si realmente es su padre. La propuesta inicial que
les hace de ir a pescar se convierte en un viaje de reconocimiento y formación
por los bellísimos parajes de Siberia, hasta llegar a una isla remota donde la
peli alcanzará el climax. Los personajes están muy bien diseñados: un padre visto
con la suficiente distancia como para rodearlo de misterios, del que no se sabe
qué busca o qué esconde, un hijo receloso, predispuesto a acusar al padre de
abandono y de desinterés por sus hijos.
La peli se
parece mucho a las novelas, posteriores, de David Vann, «Sukkvan Island» y «Caribou
Island», un autor que, aunque norteamericano ha nacido y vivido en paisajes
parecidos a los de Zvyagintsev, aunque al otro lado del Pacífico, en Alaska. También
para él el padre es un personaje extraño, casi un enemigo, al que hay que
abatir. El regreso es gran cine, para sesiones de aquellos añorados
cineclubs o de arte y ensayo, como se decía, que te remueve por dentro.

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