miércoles, 8 de agosto de 2012

Andrei Zvyagintsev I: Vozvrashchenie (El regreso)


            Cuando se contemplan las relaciones entre padres e hijos se recuerda el momento crucial en que el hijo rompe de un puñetazo el cascarón, cuando alcanza la conciencia de su ser, cuando comienza a vivir por sí mismo, independizándose del padre. Es un momento duro difícil para los dos, porque el hijo suele romper en pedazos el espejo en que se miraba, matar simbólicamente al padre, para comenzar a ser sí mismo. Sin embargo, no se suele incidir en el trastorno que todo eso significa para el padre. Las novelas, las películas, los ensayos que se han escrito al respecto suelen adoptar el punto de vista del hijo: novelas de formación o tratados psicológicos en los que se da al padre por amortizado. Es evidente que no hay un caso único, múltiples son las personalidades de los niños que salen del huevo y diversas las formas en que los padres se enfrentan a ese momento. La propia literatura o el cine ofrece multitud de modelos: Abraham y el conculcado sacrificio de Isaac, Medea matando a sus dos hijos para vengarse del abandono de su esposo, Rousseau abandonando en la inclusa a sus hijos, hasta llegar al padre contemporáneo escindido entre la promesa de libertad e independencia y el obsesivo cuidado de los hijos.

            La película que dio a conocer al ruso Andrei Zvyagintsev fue Vozvrashchenie (El regreso) de 2003, premida justamente en Venecia. También aquí se adopta el punto de vista de los hijos para describir ese momento en el que es necesario que el padre muera para que el hijo comience a vivir. Como en las grandes películas, se tiene la sensación de que lo que el autor nos cuenta no se podría decir con otro arte. La novela, la pintura o el cine nos cuentan cosas que sólo con su idioma específico se pueden contar, que traducido a oto idioma perdería buena parte de su sentido. Es en los largos silencios, en el ritmo lento de la proyección, en los melancólicos paisajes rusos donde el autor deja espacio para que el espectador vaya comprendiendo, se ponga en el lugar del padre o del hijo y asuma como propias las emociones de los personajes.

            Dos niños que están dejando de serlo, que viven con su guapa y triste madre y con su abuela, en algún lugar de la provincia rusa, se ven de pronto sorprendidos por la llegada de un padre al que no veían desde que eran muy niños. No saben por qué ha venido, ni siquiera si realmente es su padre. La propuesta inicial que les hace de ir a pescar se convierte en un viaje de reconocimiento y formación por los bellísimos parajes de Siberia, hasta llegar a una isla remota donde la peli alcanzará el climax. Los personajes están muy bien diseñados: un padre visto con la suficiente distancia como para rodearlo de misterios, del que no se sabe qué busca o qué esconde, un hijo receloso, predispuesto a acusar al padre de abandono y de desinterés por sus hijos.

            La peli se parece mucho a las novelas, posteriores, de David Vann, «Sukkvan Island» y «Caribou Island», un autor que, aunque norteamericano ha nacido y vivido en paisajes parecidos a los de Zvyagintsev, aunque al otro lado del Pacífico, en Alaska. También para él el padre es un personaje extraño, casi un enemigo, al que hay que abatir. El regreso es gran cine, para sesiones de aquellos añorados cineclubs o de arte y ensayo, como se decía, que te remueve por dentro.

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