Tendré que esperar a mejor ocasión para conocer el genio de Miguel del Arco. Todo el mundo lo valora y encumbra tras su versión de Veraneantes. No la he podido ver, pero sí acabo de ver su montaje de El inspector, de Gógol, en el teatro Valle-Inclán de Madrid. Me ha decepcionado. No por los actores, ni por por el conjunto de detalles que conforman un gran montaje. Del Arco ha dispuesto de los medios necesarios para ello. Lo que no me ha gustado tiene que ver con la concepción general de la representación, con su dramatización de la obra.
La historia es como una fábula. Un pueblo de la provincia rusa espera la llegada de un inspector. A las fuerzas vivas de la población -el alcalde y su familia, los concejales, los banqueros y los comerciantes-, les entra el pánico porque sus corruptelas están tan a la vista que no tienen tiempo de ocultarlas, así que deciden corromper al inspector. Lo sacan de la posada donde se encuentra mal instalado y con un montón de deudas y lo llevan a la casa del alcalde. Lo agasajan, la mujer y la hija lo colman de atenciones. Cada una de los miembros eminentes de la comunidad pide cita con el funcionario para quejarse de lo corruptos que son sus convecinos y manifestarle, en cambio, su gran honradez y, sin ver contradicción en ello, darle un rollo de dinero como muestra de buena voluntad. Al final descubrirán, como sabe el espectador desde el principio de la función, que el funcionario es un impostor. Se sentirán engañados, furiosos, ridículos, pero cuando de nuevo se les anuncie la llegada al pueblo del auténtico inspector se dispondrán a engatusarlo de nuevo.
Era de esperar que tema tan actual concitara el interés de los espectadores, predispuestos a clamar contra la corrupción y a pasar un buen rato, sin ver tampoco contradicción en ello. La obra es una comedia. Miguel del Arco carga las tintas en la parodia, en la burla, en las referencia a la actualidad -con los eslóganes del 15-M incluidos en las paredes-, provoca la risa, mantiene el entretenimiento de principio a fin, pero algo falla. Aparte de las risas, al salir del teatro en la mente del espectador, al menos en la mía, no queda nada que merezca el recuerdo: una reflexión, una idea nueva de lo que está pasando, algo que nos ilumine. Quizá a Del Arco le suceda lo mismo que al movimiento del 15-M con la indignación, con la burla o con las buenas intenciones no basta. A Del Arco le pierde la autocomplacencia -parece encantado de sí mismo después de tantos meses de elogios y de premios-, el exceso -el chisporroteo ingenioso en el movimiento de los actores, los chascarrillos, la caricatura- y el mero enfado ante lo que le indigna. Quizá, le habría hecho falta cinco minutos de reflexión.
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